Vetocracia se usa para definir la situación que se va apoderando del estado moderno: incapacidad para evolucionar por influencia de diversas formas de poder con medios de parar cambios que les  perjudican. La epidemia de covid ha obligado a más intervención pública en la vida social y, como consecuencia, los recursos manejados por el Estado crecen. Tendencia que no se acompaña de más  capacidad para controlar poderes externos en la economía o la comunicación. Lo estamos viendo en las dificultades que la Unión Europea tiene para aplicar un impuesto mínimo de sociedades del 15% a las grandes multinacionales y a obligarlas a liquidarlo en cada país donde operan, como resultado de los acuerdos de la OCDE, el G 20 y la propia UE.

Dentro del orden estrictamente político, el poder judicial, incluida la instancia  constitucional, se puede utilizar para frenar medidas de adaptación a nuevas circunstancias sociales. Pasa en los EEUU con la venta de armas, el ejemplo que uso en el libro, o con el aborto, en este caso ocurre también en otros Estados, incluido el nuestro. El poder judicial tiende a estar próximo a posturas conservadoras, más propensas a parar cambios que la sociedad va demandando. Esa circunstancia es más acusada en países latinos herederos de un Estado centralizado, modelo francés, donde la judicatura es un cuerpo funcionarial con tendencia a defender un modelo de Administración fuerte y uniforme, poco dada a evolucionar.

Como consecuencia, existe la tentación, sobre todo entre la derecha que lo siente más afín, de usar el poder judicial para “corregir” al legislativo cuando le parece que va demasiado lejos. Lo vimos el mes pasado, cuando  el Constitucional  tomó precipitadamente la decisión de prohibir al Senado debatir una ley, ya votada en el Congreso, que afectaba a la renovación del Consejo del Poder Judicial e indirectamente al propio Constitucional. Fue una medida insólita, sin precedentes en España y en países de nuestro entorno, e innecesaria, porque lo que se intentaba aprobar no producía daños irreparables, no había razón para la urgencia. Con todo, lo menos presentable  fue que la decisión se adoptó por mayoría simple, con los votos de dos magistrados que hubieran tenido que cesar de aprobarse la norma. “Nadie puede ser juez de su propia causa” decía Justiniano hace 1.500 años, un principio jurídico básico, una norma que rige el comportamiento de la magistratura.

El asunto era tan grave que había que echarle tierra. Así el Consejo del Poder Judicial, que lleva 4 años en funciones por el bloqueo del PP a su renovación,  se apresuró a aprobar el nombramiento de sus dos candidatos al Constitucional. Facilitó que el Gobierno hiciera lo mismo y se le pasaran las prisas en volver a presentar el proyecto de ley frenado por el alto tribunal. Todos quietos y a olvidar el asunto por ahora.

A ver si PSOE y PP son ahora capaces de renovar un órgano de gobierno de los jueces que huele a podrido. Es difícil, las fuerzas conservadoras no quieren perder ese canal de influencia. Proponen incluso que los jueces se elijan a sí mismos porque el resultado tenderá a favorecerles. Que un aparato burocrático, un cuerpo unificado de funcionarios sin la participación de ningún agente elegido en las urnas, gestione uno de los poderes del Estado, hace peligrar la necesaria capacidad de cambio y adaptación, y, en último término, la salud democrática.

Cuando los veto players (*) fuerzan demasiado corren el riesgo de desprestigiar las propias instituciones en que basan su juego y dificultar de forma duradera  la cooperación para temas fundamentales, que es muy necesaria. Si no somos capaces de evolucionar, nos enfrentaremos a graves peligros por enfrentamientos entre nosotros o por daños al ecosistema que nos mantiene.         

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