La Semana Santa es un período vacacional que los españoles aprovechan para todo tipo de actividades, cada vez con menos presencia de la religión. La mejora económica, el mayor nivel cultural y la integración europea nos han cambiado a mejor. Sobre todo, si tomo como referencia el ambiente asfixiante que había durante esos días en pleno franquismo.

En Coruña, donde vivo, no hay una tradición reseñable de procesiones. Cuenta con raíces laicas y preside la mayor área metropolitana del sur de Europa sin obispo residente, no tiene catedral ni concatedral. Aun así, desde hace unos años, se registra un esfuerzo por mantener e incluso aumentar las procesiones. Lo encabeza un grupo reducido de personas agrupadas en torno a la Orden Tercera. Algunos van vestidos de cofrades franciscanos, como corresponde a la adscripción de esa organización seglar. Todas las tardes de la Semana Santa dan vueltas por la parte antigua con algún paso y banda de música, casi siempre uniformada por adscribirse a una rama de las fuerzas armadas o de la policía, aunque también hay grupos juveniles, incluso traídos de otros lugares. Se esfuerzan mucho, pero tienen muy poco seguimiento.

Galicia no es proclive a esta variable de folklore piadoso, ni siquiera Santiago. La gran capital católica, invadida esos días de peregrinos, carece de celebraciones destacables en Semana Santa. Sólo en el norte, donde es más difícil atraer turismo, hay dos localidades que mantienen tradición procesional: Ferrol, sensible a esencias patrióticas por su dependencia de la Armada, y Viveiro. Lo que ocurre por aquí es tendencia general por la pérdida de peso de la religión católica en España. Como sigamos así, en unos decenios puede haber más españoles practicantes del islam que del catolicismo, que los condujo una larga guerra de expulsión de los musulmanes.

La religión tiene tendencia a enfrentar a la gente. Vemos cómo Putin se apoya en su Iglesia Ortodoxa nacional para hacer la guerra, los israelíes y palestinos se pelean en torno a la plaza de las Mezquitas de Jerusalén, o líderes populistas se aferran al poder sentados sobre creencias identitarias, como Erdogan en Turquía o Modi en India. La mezcla de identidad religiosa y política nacional es frecuente, pero poco saludable. La sufren mucho las mujeres como las que están en manos del Islam, pero también, por ejemplo, las de pocos recursos que quieren abortar en Tejas, donde lo impiden dirigentes ultra ortodoxos protestantes que apoyan a Trump, aunque haya corrido juergas extramatrimoniales y las haya tratado de ocultar con dinero.

La España más conservadora es proclive a defender e impulsar el barroco tinglado procesional: pasos gigantescos con imágenes dramáticas, gente escondida debajo de capirotes, mujeres cubiertas con velos de encaje sobre peinetas, recuerdo de cuando eso representaba sometimiento… Defienden ese ritual católico en su versión más castiza, acompañado, a ser posible, de militares desfilando, cantando o tocando marchas, porque lo consideran parte de una identidad nacional en la que pesan demasiado algunas tradiciones culturales más arraigadas en el centro y el sur.

Los patriotas de convicciones firmes gustan sentirse respaldados por la Historia, que en nuestro caso es muy católica. Cuando se hacen viejos, algunos santurrones transitan de la nueva religión del S XX, el comunismo que abrazaron en la juventud y aún domina en China o en Cuba, y vuelven a abrazar tradiciones de la España negra. Necesitan creer en verdades inmutables, lo moderno los asusta, quizá por eso muchos son antieuropeos. Lo decíamos hace unos días de Ramón Tamames, que defendió en el Congreso una moción de censura contra el Gobierno presentada por Vox, y nos lo recuerda Fernando Sánchez Dragó, uno de sus amigos y urdidor de aquella payasada, que ha fallecido el día 10 en un rincón de la meseta norte.

Está bien que difundan sus ideas y defiendan costumbres de otros tiempos. Pueden hacerlo porque estamos en un estado de derecho, donde gobiernos conservadores legislan para protege su visión de la cultura patria. Es el caso de la tauromaquia, como nos recordó hace poco el Tribunal Supremo, que, a instancias de la Fundación del Toro de Lidia, obliga al Gobierno a aceptar que el bono cultural joven pueda emplearse para asistir a corridas de toros. También hay legislación que considera delito el escarnio contra los sentimientos religiosos, a la que se agarra la Fundación Española de Abogados Cristianos para denunciar a TV3 por una parodia de la Virgen del Rocío.

Los representantes más radicales de la asediada religión católica usan la libertad de expresión para atacar todo lo que les escandaliza e intentan prohibirlo con legislación específica, mientras defienden la vieja España castiza. El gobierno andaluz que ellos controlan, en plena resaca del subidón de la Semana Santa, se afana en desoír esa modernidad de la ecología y amplían la zona de cultivos en las proximidades de Doñana, amenazando su mejor reserva natural en medio de una gran sequía y sin aumentar precios (https://libertadxxi.com/mucho-sol-poca-agua-la-situacion-va-a-peor-se-necesita-precio/); mientras incorporan a la enseñanza básica las tradiciones flamencas. ¡Olé!      

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2 comentarios

  1. En aras a la libertad que tanto invocamos, dejemos que las traciones y la «modernidad», por más recalcitrántes o «friki» puedan parecernos, sigan conviviendo pese a los contínuos cambios en los comportamientos sociales, lo que, mejor dicho, no es cambio sino la más contumaz de las permanencias.
    Para contribuir a ello sería bueno que, al menos por aquellos de quien otra cosa no parece esperable, se contengan las mofas y befas que no hacen sino agriar dicha convivencia.
    Y hecha dicha reflexión, paso hoy por alto otros de los temas que tratas en la nacedonia de hoy, con algunos de los cuales no comparto opinión.

    1. Discrepamos en muchas cosas. La libertad de expresión me parece la madre de todas las libertades y, aunque deba tener límites, es mejor que la legislación pertinente peque por defecto que por exceso. Su ejercicio con pocos límites cabrea mucho a los que basan su poder en la palabra revelada y piensan que eso les confieren privilegios. Al que dice barbaridades sus propias palabras le descalifican, es suficiente.

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