Afganistán es un país complejo en medio de un espacio geográfico tensionado por grandes potencias que fracasaron en ordenarlo de acuerdo con sus intereses. Al final, la paz consistió en entregándoselo a una autocracia radical islamista, una desgracia. Sobre todo para las mujeres que, además de sufrir el atraso económico, son encerradas en manos de varones. No me voy a extender en relatar todas las limitaciones que se les han ido imponiendo. Me interesa la última conocida porque retrata una implacable lógica represiva, presente también en otros lugares, aunque en versiones más débiles.

Prohibir las peluquerías de mujeres, como acaban de hacer, es coherente para los talibanes. No sé cómo no lo hicieron antes, se trata de una secta muy primitiva que obliga a las féminas a ir totalmente cubiertas para no excitar la lascivia masculina. Sólo pueden a mostrase dentro de la familia, donde manda el señor de turno, padre, hermano o hijo. Luego pasan a someterse al marido que eligen para ellas y que suelen compartir con otras.

Para esconder a las mujeres y suprimir sus libertades, se impide que puedan acceder a educación superior y se les obliga a taparse. Por tanto, ¿para qué adornar una cabellera que sólo se descubre en casa?, les llega con aplicar normas básicas de higiene. Por otro lado, el trabajo en peluquerías y centros de estética es femenino y tampoco hay que facilitarles medios que les permitan acceder a cierta independencia económica. Es mejor erradicar el problema y mandar a la clandestinidad absoluta a las que quieran seguir en la profesión. Algunas continuarán en ella porque la demanda del servicio seguirá siendo alta: peinarse como forma de resistencia.

Los talibanes aplican las normas extremas de la más primitiva de las grandes religiones. Los que vivimos en la juventud el reverdecer religioso que siguió a la victoria franquista, recordamos que las mujeres cubrían sus cabellos en la iglesia o en las procesiones. En las grandes celebraciones lucían vestido negro y mantilla española con peineta.  Aún se emplean, a veces complementadas por claveles rojos, cómo una especie de manifestación folklórica tradicional del centro sur. Me provocan un rechazo instintivo, especialmente cuando las procesiones mezclan manifestación religiosa y desfile militar, auténtico revival de cultura franquista. El caso más destacable es la procesión del Cristo del Gran Poder en Málaga. El jueves santo, bravos legionarios, portando armas de fuego, conducen la imagen cantando su himno, lo de “soy el novio de la muerte”. Asusta verlo, suena a mensaje amenazante de la España negra, tan dada al uniformismo y a los uniformes que tradicionalmente acaban imponiéndolo. El acto gusta a los políticos más conservadores, nos lo recordaba la presencia allí de una nutrida representación del PP en 2018. Al año siguiente, la cofradía que organiza la procesión-desfile les pidió que no volvieran a asistir, incluso a ellos les pareció que introducían un sesgo excesivo.

No conviene dejar de observar la lógica talibana. Cuando consigue poder no se detiene y es capaz de llevar muy atrás a un país. La islámica es la peor, Afganistán es un caso extremo, pero crece en otros lugares como los países árabes o Irán, si bien aquí la resistencia de las mujeres es poderosa. Luchan por sus derechos y los de todos. Hay también versiones cristianas que recuperan pasados idealizados para evitar la adaptación a los tiempos de ahora, hasta Putin se ha vuelto creyente.

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