El Consejo Constitucional francés ha ratificado, hace unos días, el grueso de la ley en defensa del laicismo, que el gobierno de Macron impulsó para frenar lo que llaman “separatismo islamista”. Francia es propensa a grandes debates sobre los temas que le afectan y legisla para ponerles remedio, aunque no siempre consigue resultados. La preocupación por asimilar en los valores de la República a su numerosa y creciente población musulmana, procedente mayoritariamente de excolonias, es muy razonable pues ha ido generando grandes guetos donde se cuecen actitudes radicales con brotes muy violentos, como el atentado contra la revista Charlie Hebdo en 2015, dirigido contra la libertad de expresión, la que más molesta a los intransigentes.

A menor escala, esa problemática afecta a otros países europeos. En algunos se han ido tomando medidas para controlar asociaciones y mezquitas con tendencias radicales y para combatir prácticas que atentan valores democráticos. El objetivo es difícil y no puede quedarse sólo en acciones legales, aunque se preciso un marco que las permita como la nueva ley francesa hace con relación a los certificados de virginidad, a los matrimonios forzosos o a limitar la escolarización en casa. Es bueno tomar ejemplo de lo que intentan nuestros vecinos porque se trata del país con más experiencia en enfrentarse a las dificultades de asimilación de grupos de inmigrantes que rechazan principios básicos de nuestras sociedades.

Poner en valor el papel de la mujer, para erosionar el control patriarcal sobre ellas que propugnan las grandes religiones es la clave para desmontar, poco a poco, el desafío islamista. Muy radical en este aspecto al tratarse de una ideología, con raíces en otros tiempos y poco contacto con una realidad predominantemente laica. La que ha facilitado en occidente la progresiva equiparación entre hombres y mujeres a lo largo de los dos últimos siglos. Así lo recojo en el libro y en el blog, como en la entrada anterior sobre los talibanes afganos y sus émulos occidentales del movimiento incel

Para ser eficaces en esta tarea deben emplearse todo tipo de medidas que combatan el problema de fondo: la alienación. Ese conjunto de ideas, tradiciones y costumbres que lavan el cerebro femenino y ayudan a que las mujeres encuentren natural una situación de inferioridad. No es fácil, por eso el cuadro normativo democrático debe ir más allá de proclamar la igualdad entre géneros. Debe permitir medidas más sutiles, sin las cuales los procesos de alienación siguen operando y los principios constitucionales se vacían de contenido en guetos controlados por organizaciones retrógradas que los rechazan e incumplen.

Conviene emplear medidas que afecten al dinero, prohibiendo la financiación pública o procedente del exterior para organizaciones o asociaciones que no acaten comportamientos igualitarios y pretendan establecer diferencias de cualquier tipo entre lo que deben hacer o llevar las personas en función de su sexo. Los servicios sociales del Estado tienen un papel para conseguir que las familias adopten comportamientos normales, preocupándose incluso de temas secundarios pero significativos, como pasear por el centro de las ciudades, no cubrirse el pelo o ir a bañarse a la playa. También deben asegurarse de proteger a las que intentan liberarse de las limitaciones que quieren imponérseles. Cuando haya grupos enteros o familias completas en que las mujeres no realizan nunca actividades habituales para los demás, deben someterse a seguimiento específico y pueden llegar a considerarse menos susceptibles de obtener, por ejemplo, permisos de residencia o de trabajo o ayudas de cualquier tipo. Aunque sea un asunto delicado, conviene condicionar la percepción de determinadas prestaciones al avance en la integración de las mujeres que fomente su formación y autonomía. La igualdad de derechos y oportunidades no puede ser letra muerta, 

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