La economía de mercado tiende a impulsar a los mejores, los más eficientes, los que innovan, los que invierten con criterio. Esa es la teoría, que en la práctica encuentra demasiadas trabas, en parte por ineficiencias de las Administraciones. No me voy a referir ahora a la vieja prédica liberal de que éstas son muy grandes y absorben muchos recursos, si no a tres situaciones concretas que el Estado tolera y frenan la eficacia de la competencia para promover el desarrollo.

En la entrada del 12 de enero celebraba la aprobación de la directiva europea para aplicar un tipo impositivo mínimo del 15% a todas las empresas por el impuesto de sociedades, especialmente a las más grandes e internacionalizadas que reparten resultados entre países en función de las ventajas que cada uno les ofrece. Al comentar esta noticia, los medios se focalizaron en que la medida supondrá un incremento de ingresos impositivos y ayudará a frenar el déficit de las cuentas públicas, empujado por la sucesión de crisis que atravesamos. No mencionan, sin embargo, el efecto positivo que el nuevo tributo tendrá sobre la competencia, al disminuir la ventaja contributiva de grandes grupos sobre empresas más pequeñas y/o menos internacionalizadas, que ayuda a que las situaciones de oligopolio tiendan a consolidarse. La falta de responsabilidad tributaria de muchas multinacionales desgasta los recursos en las arcas públicas y la solidaridad social, el deber de colaborar a sufragar servicios comunes que protegen a todos los ciudadanos. Pero es también un obstáculo a la renovación y mejora del tejido productivo con grave perjuicio para el desarrollo económico.

Otro tema de consecuencias similares viene de la obsesión por defender el sistema de pago más caro, que además promueve todo tipo de actividades delictivas que, sin él, desaparecerían. Para el Banco Central Europeo y, por supuesto, para nuestro Banco de España, las empresas están obligadas a aceptar el pago en billetes y monedas, en virtud del artículo 1170 del código civil, redactado en 1889: El pago de las deudas de dinero deberá hacerse en la especie pactada, y, no siendo posible entregar la especie, en la moneda de plata u oro que tenga curso legal en España. Según la interpretación que las autoridades monetarias dan a esta reliquia legislativa, si mi empresa tiene un establecimiento abierto al público está obligada a aceptar efectivo, un sistema de cobro carísimo para los que no se dedican a evadir impuestos o a pagar a políticos corruptos (véanse los conocidos casos Gurtel y ERE). Esa obligación decimonónica no afecta a los que venden on line. No es justo que las empresas nacionales tengan que soportar un sistema ineficiente, cuando Amazon, por ejemplo, puede hacer lo que le dé la gana porque, para la Administración, habita en otro planeta aunque cada día venda más aquí y cuente con más centros logísticos. Si obliga a aceptar billetes a la empresa que presido, que distribuye suministros industriales, que obligue también a todos los gigantes con que competimos.

Por último, vuelvo al fracaso que supone la situación de los plazos de pago en España. País muy atrasado en ese capítulo, donde grandes compañías pagan a sus proveedores más pequeños cuando les viene en gana, a pesar de que contamos con una ley que prohíbe hacerlo a más de 60 días. Está en vigor desde 2010, pero aún no se ha conseguido dotarla de un reglamento de sanciones que la haga eficaz para corregir una realidad abusiva, protegida por los lobbies de una prestigiosa legión de “morrosos”. Parece que va a ser la UE, una vez más, la que nos ayudará a salir del atraso. Este año, promulgará un reglamento que limitará el aplazamiento de pagos entre empresas a un máximo de 30 días, con sanciones a los que no lo cumplan. Como en el caso del tributo mínimo por sociedades, menos mal que Europa, si todo va conforme a lo previsto, nos sacará del atraso y empezaremos a notar que tenemos más medianas empresas competitivas, que se internacionalizan, invierten, investigan e irán renovando y mejorando el tejido productivo, desplazando a algunos de los que viven de financiarse gratis a costa de los más pequeños. Las necesitamos, su escasez es nuestro principal déficit estructural.

Los políticos de todas las especies deben preocuparse más por tener un país más dinámico y moderno, y dejar de apoyar un mercado poco competitivo, que favorece a unos pocos grandes grupos, que, por supuesto, dan mucha financiación a los partidos. El compadreo entre los poderosos de la empresa y la política es la causa principal de que la productividad de la economía española haya caído un 7,3% desde principios de siglo, y que sigamos entre los países europeos con menor renta per cápita, según un estudio que acaba de publicar la Fundación BBVA y el Instituto Valenciano de Investigación Económica.

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