No me gusta oír decir a políticos que nos representan que hay que separar los casos de malversación de caudales públicos en que no ha habido enriquecimiento personal y tratarlos de forma más benévola. Es difícil saber a qué se refieren, quizá no consideren enriquecimiento personal cosas como defender su sillón, conseguir financiación para campañas electorales, ayudar a amigos o colegas, hacer méritos para lograr futuros cargos en los órganos de administración de grandes empresas…

La malversación del dinero de todos, que tanto cuesta aportar para conseguir servicios necesarios, es uno de los  actos más reprobables de un cargo público, sean cuales sean sus razones para hacerlo. Si existen circunstancias atenuantes o agravantes los tribunales podrán apreciarlas, están para eso y deberán ajustar las penas a los contextos políticos o personales de cada caso. Los que conducen dinero del Estado a fines no autorizados, para beneficiarse o beneficiar a otros o simplemente por ineptitud, deben ser condenados a cárcel e inhabilitación si procede. Es más, habría que prohibir la aplicación de medidas de gracia en estos supuestos, como se advertía y argumentaba en la entrada del 21 de octubre sobre el caso Griñán.

O somos serios con la honestidad y profesionalidad exigibles a nuestros políticos, o no habrá quien pueda controlar el creciente poder de los aparatos que nos gobiernan. En un asunto tan trascendente es mejor pecar por exceso que por defecto en la supervisión, persecución y castigo. Aquí no cabe alegar, como en el caso de la sedición, que es un delito de otros tiempos promovido durante nuestras largas experiencias de gobiernos militares. 

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2 comentarios

  1. No puede ser de otro modo lo relativo a la malversación y además, pretender promover o mirar para otro lado en esta materia, debería, en sí mismo, estar tipificado como delito de corrupción y castigado con penas muy graves, sin discriminaciones causales de ningún tipo, salvo para endurecerlos cuando esté probado que el destino de lo defraudado tenga, añadidamente, como fin último, la comisión de otros delitos probados como tales. Cuando, además, los condenados manifiesten expresamente que, lejos de arrepentirse, tienen intención de reincidir, estamos ante un escandaloso agravante añadido que no puede ser ignorado.
    En otro orden de cosas, por más que en el caso del fallido golpe de estado esté indisociablemente asociado a la malversación, como así se recoge en sentencia firme del Tribunal Supremo, pretender que tan punibles hechos puedan ser objetables por las sinrazones que su gieres como admisibles, no me parece, en absoluto, de recibo. Independientemente de cuestiones semánticas que pueden diferenciar el “nombre” que se dé a actos tan reprobables como los que llevaron y concluyeron en la sedición, así calificada por dicho Tribunal, cualquier país prevé, como no puede ser de otro modo, mecanismos jurídicos y penas de similar o mayor alcance.
    Las decisiones ya aprobadas o propuestas, por muy amparadas que puedan llegar a estar ahora legalmente y hayan de ser acatadas en tanto no sean revocadas, chocan frontalmente contra toda lógica y en caso de ser sometidas en España al escrutinio de las urnas, todo hace pensar que serían muy mayoritariamente rechazadas.

    1. No hay que mezclar tantas cosas, la malversación está mal, la sedición es una reliquia. Hay otros sistemas y no todos los países piensan igual, por ejemplo el Reino Unido permitió un referendum sobre la independencia de Escocia. Tenemos una Constitución que deberíamos retocar en algunos puntos, pero hay demasiado enfrentamiento.

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