Los Estados Unidos vuelven a registrar episodios de violencia contra los ciudadanos, protagonizados por chiflados que les da por pegar tiros o por policías que abusan de sus armas. Es un enorme problema social del país, con más de 30.000 muertos por arma de fuego al año. Casi no es noticia, ya he hecho referencia en otras ocasiones a un asunto tan grave, que en mi ensayo utilicé como ejemplo de la vetocracia, la capacidad de los poderosos de bloquear cambios que les perjudiquen. Es un terrible defecto de las sociedades actuales, incapaces de evolucionar, de adaptarse a nuevas realidades.

El Presidente Joe Biden intenta promover una legislación federal que elimine la venta libre de armas de asalto e iniciar un camino que lleve a menos violencia estructural en el país. Los Estados más progresistas ya tienen legislación en vigor en esa línea, pero no pueden impedir, como acaba de ocurrir en California, que aparezcan desequilibrados y la emprendas a tiros con la gente, tras adquirir las armas en otro Estado. Biden tendrá problemas para superar la oposición del Tribunal Supremo, de mayoría conservadora, poco propicio a limitar el derecho a llevar armas, recogido en una Constitución de tiempos de la conquista del oeste.

El mismo alto tribunal eliminó la protección que medio siglo antes había ofrecido al derecho al aborto en las primeras semanas de embarazo, un tema que también he comentado en otras ocasiones. Esa línea, amparada en una interpretación extrema del derecho a la vida, es enormemente contradictoria con la de facilitar que los exaltados puedan adquirir revólveres y rifles de repetición para seguir matando. Ideas extendidas entre líderes con más amor a la religión que a la libertad y a la protección de los derechos humanos. Trump y Bolsonaro son buenos ejemplos de una tendencia que tiene peso en demasiados países. 

Muchos de esos que dicen defender el derecho a la vida, desde el instante de la concepción, apoyan además la pena de muerte, una especie de aborto legal de los ya nacidos. Un asunto que también es objeto de debate en los EEUU, donde se registra, como ocurre con la venta de armas, una diferencia notable entre los Estados más liberales, los 37 que han suprimido la pena capital o hace más de 10 años que no la emplean, y los más conservadores que tienden a mantenerla y usarla. Estos últimos registran ahora problemas operativos para la ejecución de los reos porque los fabricantes de los productos químicos que permiten la inyección letal, el sistema que se ha ido imponiendo por considerarse menos cruel (ver gráfico al final), están dejando de suministrarlos, ya que les dan mala imagen. La situación ha llevado a algunos Estados a recuperar la ejecución por ¡ fusilamiento!. El último realizado en los EEUU tuvo lugar en Utah en 1976.

Estos días estoy pendiente de saber lo que el Tribunal Supremo de aquel país decide sobre el recurso de constitucionalidad que Richard Moore, condenado a muerte, ha interpuesto sobre las opciones que el Estado de Carolina del Sur le ofrece para ejecutarle: el fusilamiento o la silla eléctrica del Estado, que data de hace más de un siglo. El recurso se basa en que ambos métodos serían inconstitucionales por su crueldad. La noticia, que aquí ha pasado desapercibida, ahonda en las contradicciones de movimientos populistas que dicen defender el derecho a la vida. La pena de muerte está en claro retroceso en los EEUU, por la evolución de la cultura social y, muy importante, porque su aplicación no es negocio para nadie, como pasa con la venta de armas, que cuenta con el apoyo de lobbies con buenos abogados y dinero para financiar a políticos y partidos.

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