La época que atravesamos podría llamarse la “era del petróleo”. Esta materia prima es la base de combustibles baratos que han impulsado un gran desarrollo del transporte, la climatización de edificios y la producción industrial. Es ahora, antes lo fue el carbón, el principal responsable del calentamiento global de origen humano que amenaza la vida sobre el planeta, y los plásticos, derivados del petróleo, están por todas partes, en muebles, carrocerías, envases, ropa…

El impacto ecológico es lo primero que apreciamos cuando vemos los problemas que nos causa ese difundido y asequible compuesto mineral. Pero también tiene influencia política. La obsesión por el control nacional de un recurso tan importante, concentrado en un número reducido de países, fomenta derivas autoritarias, desde los bolivarianos de Venezuela a los jeques y ayatolas de Oriente Medio, que tienden a eliminar a los que piensan diferente, someter a las mujeres y expandir fronteras. Ahí está la confrontación entre musulmanes sunitas y chiitas, los primeros dirigidos por Arabia y los segundos por Irán, enfrentados en una larga guerra en Yemen, que está ayudando a extender el conflicto de Gaza. Gas y petróleo están también detrás de la capacidad de Rusia para sostener una política expansiva, que quiere copiar Maduro cuando amenaza con invadir la vecina Guyana. En los Estados Unidos, el gran Estado petrolero, Tejas, lidera posiciones ultras sobre la libre venta de armamento, el aborto legal, la fe de sectas radicales o el levantamiento de muros y el maltrato de inmigrantes. Tiene muchos seguidores de Donald Trump, una gran amenaza en ciernes.

En esta atlántica esquina de Europa, Galicia, sufrimos repetidos golpes ocasionados por el tráfico de petróleo y derivados, desde grandes vertidos, por naufragios de petroleros (*), hasta esos pellets que invadieron nuestros arenales, consecuencia de la caída de un contenedor de los cientos de miles que nos pasan por delante. Lo que contemplamos hace unos días es una versión más aparente de la callada invasión del mar por los micro plásticos, que también invaden el aire que respiramos y representan un problema ecológico muy grave, aunque tenga menos protagonismo que el calentamiento de la atmósfera. El último accidente ha vuelto a poner en valor la capacidad de la sociedad civil para paliar problemas a los que el sistema político burocrático no es capaz de enfrentarse. Como ya pasó con el vertido del Prestige, la gente actúa y también protesta, lo vimos ayer en Santiago.  

El peso del petróleo en la forma de vida contemporánea es un tema que se toca en mi ensayo, sobre todo en lo que afecta a la forma en que nos organizamos para hacer frente a problemas comunes. Es imprescindible eliminarlo de nuestras vidas porque amenaza la posibilidad de tener un futuro de cierta calidad ambiental y política. El desafío existencial se ha hecho tan evidente que ha conseguido que los países empiecen a tomar medidas y acuerdos sobre el fin de la explotación petrolera, y que se prevean aportaciones compensatorias del esfuerzo que deben hacer los países más pobres, que también son menos responsables del problema. Pero queda mucho por andar.

(*) Recurro para ilustrar esta entrada a una foto que tomé a las 2 de la madrugada del 13 de mayo del 76 desde unas rocas próximas a la Torre de Hércules. En medio de la oscuridad, se dibuja la ardiente silueta semi sumergida del petrolero Urquiola,  a la entrada de la bahía de Coruña.

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