Ayer tuvo lugar una gran manifestación en Madrid para evitar que prospere una solución confederal a la que nos estaría llevando Sánchez, presionado por los nacionalistas. Defienden sus convocantes la España simple que gusta en la capital y es muy mayoritaria en el centro sur de la península. A la convocatoria se sumaron personalidades políticas e intelectuales de diversas tendencias que arrastran secuelas de los horrores del terrorismo en el País Vasco y de los excesos de los nacionalistas catalanes, y que dotan al acto de una imagen política trasversal. Todos los nacionalistas tienen la uniformidad y el centralismo como bandera. Vox promovió y apoyó la convocatoria con entusiasmo.

He comentado otras veces que la idea de España que se difunde desde su capital es la que favorece sus intereses, como es lógico. Decenios de monarquías borbónicas y gobiernos militares han consolidado un modelo de Estado centralizado y cimentado la fuerza de Madrid, apoyada en los tres grandes acumuladores de poder de las sociedades, que sirven para dar estructura a mi ensayo. La pequeña villa elegida por Felipe II como capital es ahora la mayor ciudad española, levantada por el poder del aparato político sobre una gran Administración e infraestructuras radiales. Los principales medios de comunicación, el poder de la palabra, también acabaron por radicar mayoritariamente en el centro y ayudan a difundir su visión. Lo mismo ocurre con casi todas las entidades financieras importantes, el poder del dinero, reforzado por muchos de los españoles más ricos, captados con rebajas fiscales. Las demás CCAA tienen difícil competir en eso, al carecer del respaldo económico de ser capital.

A pesar de todo, España, cuando vive en democracia, tiene tendencia a convertirse en un Estado con características confederales, la propia Constitución reconoce la existencia de “nacionalidades históricas”, una concesión a los nacionalismos periféricos para garantizar un consenso constituyente, que mantuvo las provincias por debajo de las comunidades autónomas, dos modelos redundantes. La fuerza centralista-provincialista tuvo su primera expansión cuando el gobierno de Adolfo Suárez admitió un exceso de nuevas CCAA y empezó a equipararlas con las provenientes de la República.

Las autonomías históricas tienen problemas para difundir con prioridad sus lenguas o para poder acceder a un sistema fiscal como el del País Vasco, que se intentó exportar a Cataluña en un nuevo estatuto, consensuado, aprobado por los parlamentos catalán y español y por referendo en el 2006. El Tribunal Constitucional lo tumbó en el 2010, tras recurso del PP, con votos particulares de magistrados discrepantes. La cosa no era tan clara, debería haberse aceptado lo que habían ratificado los representantes elegidos por los españoles. De aquellos polvos vienen estos lodos, la radicalización del nacionalismo catalán.

En mi ensayo defiendo los sistemas muy descentralizados como más idóneos para acoger la diversidad del mundo actual, menos propensos a generar ineficiencias burocráticas y excesos de aparato público. Esa apreciación es aún más relevante dentro de la UE, que tiende a sustituir muchas de las competencias de los estados nación tradicionales, lo que no deja de generar tensiones con los nacionalistas radicales, como Orban, Kaczynski, Le Pen o Abascal.

El modelo que gusta a los manifestantes de ayer es el francés, que es muy poco eficiente. Un gigantesco aparato que se come más de la mitad del PIB y que, como aquí, es incapaz de racionalizar su estructura decimonónica, con, por ejemplo, miles de ayuntamientos innecesarios. Ha creado una sociedad dada a pedir todo a París y a parar el país cuando no consigue los caprichos. Lo estamos viendo estos días, están montando huelgas y demostraciones contra la decisión del gobierno de elevar la edad de jubilación de 62 años, la más baja de Europa, a 64, aquí vamos a los 67. ¡Viva el gran Estado que hace milagros!

La manifestación de ayer es un reflejo de crecientes tendencias de retroceso en la organización humana y en el respeto a la diversidad de los pueblos. El nacionalismo uniformista está en alza y pone en peligro la calidad democrática en muchos lugares.

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2 comentarios

  1. Muy brevemente, porque la cosa no da para más o, si se quiere, daría para demasiado aquí, me limito a exponer lo siguiente:
    – Calificar de simples a los heterogéneos partícipes de la multitud presente y representada en la manifestación de la sociedad civil que se llevó a cabo en Madrid, me parece, simplemente, una relevante simpleza.
    – Afirmar que lo que defiende tan cualificado, cuantitativa como cualitativamente, colectivo, “pone en peligro la calidad democrática” no se como calificarlo. Una vez más, lo que podrían tener de bueno algunos argumentos y opiniones, quedan devaluados por conclusiones que a tantos nos parecen inasumibles.

    1. No he llamado simple a nadie, solo a una idea con poco matiz de una realidad diversa. Eso es lo que unía a los manifestantes y a la mayoría de los españoles supongo. Pongo en relieve que una visión muy unitaria de España siempre ha convivido difícilmente con la democracia, el nivel de ésta también está relacionado con la legislación del aborto (lo he explico en el libro y en varias entradas del blog), que, no es casualidad, intentan eliminar los principales convocantes. Pienso que la idea de patrias uniformes, sobre todo cuando el nacionalismo se mezcla con la religión (entrada del pasado 14), casi siempre tiene un fondo autoritario. El mundo está lleno de ejemplos.

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