España está pasando meses de sequía en una época del año en que es poco frecuente. Estas situaciones irán a peor con el cambio climático que ya notamos. Cuando la lluvia escasea y las reservas de embalses y acuíferos están muy bajas, se encienden las alarmas y volvemos a poner el foco en un mal permanente para una Península cercana a África y cada vez más distante de las borrascas. No se va a solucionar sólo con nuevas inversiones y mejor mantenimiento de infraestructuras de riego y canalización como proponía hace unos días un editorial de El País  y reiteran los promotores de lo políticamente correcto.

Uno de nuestros principales defectos culturales, en el plano de la gestión de recursos, es que, cuando hay problemas, pensamos inmediatamente en construir y mantener mejor la obra pública, actividad próxima al poder político y sobredimensionada en España. Nos cuesta hablar de dinero, de precios, lo que es imprescindible cuando un bien es “escaso y susceptible de usos alternativos”, el origen de las doctrinas económicas.

Si todo fuera abundante los economistas sobraban. Queda cada vez menos de lo que en la facultad llamábamos “bienes libres”. Ni el aire es totalmente libre, existen derechos de emisión de CO2 para industrias que queman combustibles fósiles, que cotizan y se pueden comprar y vender. Es el principal mecanismo para combatir el aumento de gases invernadero en la atmósfera.

El precio es también el camino para conseguir un uso más racional del agua. La tasa a pagar por los derechos de uso, industriales y de riego, tiene que incluir lo necesario para amortizar y mantener las inversiones asociadas a su disfrute (trasvases, canales, depuradoras…) y conviene que tenga una prima adicional en casos de actividades o prácticas contaminantes para desincentivar su desarrollo, también debería poder incrementarse cuando hay escasez.

La FAO o el Banco Mundial saben que en las zonas del planeta, India o California por ejemplo, donde hay tradición de gestión de derechos del agua con un sistema de precios realista y un mercado regulado por la ley o la costumbre, su uso es más eficaz. El aumento de precio es el mensaje que envían las tensiones en la oferta y que todos entienden. Cuando sube, las actividades que necesitan el bien escaso se mueven hacia donde es más barato, invierten en tecnología o en mantenimiento para ahorrar consumo, modifican sus ofertas produciendo bienes con menos demanda del elemento encarecido… Sin un sistema de precios dinámico se pueden hacer mejoras, pero no se llega muy lejos. Los agricultores seguirán pidiendo más trasvases o perforando nuevos pozos.

Tenemos sistemas ecológicos muy valiosos en peligro de desaparición, agredidos por formas de agricultura intensiva, beneficiadas por las enormes subvenciones encubiertas que implican los actuales costes del riego. El Mar Menor, Doñana o las Tablas de Daimiel,  destacan entre las que sufren mucho cuando escasea la lluvia.

Entre la gran atención que absorbe la guerra de Ucrania y que parece que empieza a llover, la clase política volverá a olvidarse de este gravísimo problema. Cada vez es más difícil que tomen decisiones importantes. Si no aplicamos medidas recomendadas por los expertos en gestión del agua, volveremos a sacar los santos en procesión para pedir que llueva. No es mucho menos eficaz que lo que venimos haciendo.

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