Lo que queda del dictador ha abandonado su  mausoleo católico-fascista. Una horterada a escala de su gigantesco ego que obligó a construir a prisioneros políticos condenados a trabajos forzados. Tiene suerte, su cuerpo descansará en un panteón familiar, no como el de muchos republicanos que fueron asesinados por sus secuaces y aún yacen en fosas comunes.

Durante los casi dos años que transcurrieron entre el atentado que liquidó a su delfín, Luis Carrero Blanco, y la muerte del dictador, los demócratas teníamos una guasa. Uno decía ¡arriba Franco! y otro contestaba ¡más alto que Carrero Blanco! Pues lo ha conseguido. El helicóptero militar elevó su cadáver más allá de lo que voló su fiel almirante subido a un Dodge Dart blindado de dos o tres toneladas de peso e impulsado en vertical por una bomba de los terroristas de ETA, antes de aterrizar en la azotea del convento de los jesuitas en la calle Claudio Coello.

Lo de mover el cadáver de Franco de un monumento del Estado a una tumba normal era una obligación democrática. Pero aún nos va a llevar bastante tiempo olvidar los restos que los franquistas dejaron en la Constitución y en los hábitos políticos.