Los dos grandes gallos de la política mundial dominan el escenario, ahora que otros actores pierden presencia porque su agresividad se sustenta en el petróleo, que anda por los suelos. Trump saca a relucir sus discrepancias con China para mostrar que pelea con ellos, movilizar el nacionalismo de gran parte de sus votantes y asegurarse la reelección. Afirma que están en su contra porque saben que, bajo su mando, los Estados Unidos seguirán desplumándoles las alas y dominando el corral.

Creo que, una vez más, se equivoca o miente. A los líderes chinos les gusta la reelección de Donald Trump porque su Presidencia desgasta la superioridad moral del principal Estado democrático. Piensan con perspectiva y ven en Trump una oportunidad para debilitar a los EEUU, aunque a corto plazo algunas medidas proteccionistas puedan perjudicarles. Lo que les molesta de verdad es que se les estigmatice por autoritarios y por pisotear los derechos de sus ciudadanos. Les tranquiliza que países más escrupulosos pierdan aura democrática en manos de un patriotismo barato, puesto al servicio de la nueva nobleza del dinero.

La variante china del comunismo de partido único hace tiempo que dejó de ser un sistema que pudiéramos considerar socialista. La xenofobia Han infiltra un régimen totalitario dirigido por una elite con las manos en el dinero. Han abrazado con entusiasmo la economía de mercado. Los restos de la filosofía de Confucio, con su respeto a la autoridad, les ayudan a que las decisiones del amado líder se acepten como beneficiosas, incluida la represión de disidentes.  Aún así, están inquietos porque ven que aumentan, dentro de la creciente clase media y de las capas más formadas de la juventud china, sobre todo en las grandes ciudades, las ansias de vivir en un sistema más respetuoso con la libertad y los derechos de los ciudadanos, como los de Taiwan o Hong Kong.

Al otro lado del Pacífico, Donald Trump consolida el dominio de los ricos sobre los EEUU. Un país que se aleja de los principios morales que le vieron nacer. Tres ciudades resumen esa realidad:

(1) Washington agrupa la parte formal de la democracia, cada día más pendiente del dinero para pagar las carísimas campañas electorales. Allí pesa el enorme sector de armamento y seguridad, que maneja el Estado profundo y ayuda a coordinar los poderes políticos y económicos para mantener el control del país más allá de cambios electorales.

(2) Nueva York, Wall Street, de allí viene el dinero tradicional que engrasa el sistema.

(3) Palo Alto, Silicon Valley, donde se concentran las grandes tecnológicas de internet que dominan la red y utilizan matemática avanzada y datos de sus usuarios para conducir su comportamiento, con lo que influyen con más “argumentos” que el puro dinero, que también tienen cuando hace falta.

La base ideológica de este tinglado se compone de un elemento patriótico, otro protestante radical y un tercero de libre emprendimiento. Cada vez que se intenta poner coto legal a los excesos de desigualdad o de prácticas monopolísticas, aparecen las voces neoliberales defendiendo la libertad de empresa y criticando los excesos de intervención del Estado.

El PC chino apoya naturalmente a la oligarquía norteamericana, que deslegitima los valores de la libertad y se sitúa en un nivel ético más próximo al suyo. Unos dicen seguir a Hayek y son neoliberales, otros se olvidan de Marx y son neocomunistas, pero todos prescinden de los valores sobre los que se construyeron las ideologías que afirman representar. Son sólo castas ocupadas en controlar el poder y usarlo en su beneficio, por eso, en el fondo, se entienden.

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