Un destacado ejemplo de comportamiento inadecuado del sector público es el Banco de España (BE), nombre que recibe desde 1856. Fue creado por el monarca ilustrado Carlos III como Banco Nacional de San Carlos en 1782 y su principal misión era emitir papel moneda. Como ese monopolio estatal es buen negocio, el Banco acabó siendo muy rentable. Sus beneficios revierten al Estado, pero también permiten negociar convenios colectivos muy favorables para sus empleados. El esquema recuerda al de las viejas cajas de ahorros, que no tenían accionistas, destinaban los resultados a obra social y sus trabajadores tenían magníficas condiciones. Por suerte, el Banco de España no puede meterse en lodazales, fundamentalmente inmobiliarios, como los que dinamitaron las cajas. Su actual convenio, con un coste medio, sin contar seguridad social, de 76.800 euros por persona, trata como directivos a casi el 75% de la plantilla. Tienen todo tipo de prebendas para alargar permisos especiales por enfermedad, teletrabajar, ascender de escala por el mero paso del tiempo, coger vacaciones subvencionadas de mar y montaña, recibir complementos de pensiones… Son la supercasta de la casta funcionarial (entrada anterior)
Hay un exceso de poder en un organismo que, además de carísimo, ni siquiera es ya necesario. Sus competencias sobre moneda y política monetaria, llevan más de dos décadas transferidas al Banco Central Europeo (BCE). Desde 2002, no tenemos moneda propia, base de la existencia del BE y de los privilegios de sus ocupantes. Las funciones de supervisión del sistema financiero podrían ser asumidas por otros organismos públicos, como la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia. O, mejor aún, que se encarguen también en el BCE, al menos habrá menos amiguismo entre supervisor y supervisados. Una tarea en la que fracasó nuestro banco central cuando no detectó las debilidades de las entidades españolas, que llevaron al colapso de casi todas las cajas de ahorros a principios de la década anterior. El enorme fallo, que hay que atribuir a mala regulación y dejadez de supervisión, nos costó unos 80.000 millones de euros y aún está por ver si la venta de activos permite recuperar, al menos, la mitad.
De las demás funciones del BE la más notoria es la distribución de billetes, cuya operativa recae ahora en empresas de seguridad. El control podría ser traspasado a la Fábrica Nacional de Moneda y Timbre. Otra antigualla, empresa pública centrada en las monedas, que depende del Ministerio de Hacienda y cuenta con casi 1.250 trabajadores. Partes del potente Servicio de Estudios del BE podrían pasar a este Ministerio, al de Economía y a universidades públicas, donde ya comparten trabajo algunos de sus miembros.
Como se ha expuesto, el BE es caro e innecesario. Pero además tiene un grave un déficit ético. Debería ser la principal razón para que los políticos actuaran. Ya lo he explicado otras veces en este blog y en el ensayo cuya portada reproduzco al final. Los ciudadanos que viven en la legalidad y pagan sus impuestos cada vez emplean menos el papel moneda, como se puede comprobar con las estadísticas de uso de tpvs y cajeros o preguntando en cualquier bar o comercio. A pesar de ello, el volumen de billetes emitidos no decrece, impulsado por sus usuarios adictos: traficantes de personas, drogas o armas, ladrones, políticos corruptos, evasores fiscales, partidos que se financian ilegalmente… Gracias a ellos se pagan grandes sueldos públicos. La supercasta se aferra a la emisión de billetes que son imprescindibles para sus grandes clientes, aunque sean poco recomendables.
La casta de las castas sigue engordando a caballo de todas estas inconsistencias. El BE tiene menos funciones y las que tiene sería mejor retirárselas, pero su número de empleados, como el volumen de billetes emitidos, crece poco a poco, ahora son algo más de 3300. Pedir racionalidad o ética a la política actual se está haciendo demasiado difícil, aunque haya gravísimos problemas que las nuevas tecnologías podrían reducir mucho.
