Una ligera subida (3,7%) del precio del billete del metro para horas punta en Santiago inició a finales de octubre una movilización popular que bloqueó la ciudad y se extendió por el país, provocando todo tipo de excesos, con saqueos y muertes. El gobierno de Sebastián Piñera, después de una reacción inicial represiva, decretando el estado de emergencia y sacando al ejército a la calle, acabó por retirar la subida acordada.

La medida no fue suficiente para detener las manifestaciones y pillajes, por lo que el Presidente, en busca de una salida creíble, ha cambiado ministros y prometido llevar adelante una agenda social largo tiempo atrasada. También le exigen una nueva Constitución, que sustituya a la heredada de la dictadura y facilite un mayor papel del poder legislativo y la aplicación de más medidas sociales. Como consecuencia de la presión de la calle, el proceso de recambio constitucional parece que está en marcha.

Aunque la chispa que encendió la revuelta es la misma que en Francia y Ecuador, el encarecimiento del transporte que comentaba en mi anterior entrada, el caso chileno refleja un problema de fondo de ese país: la falta de sensibilidad social de la élite a la que pertenece el propio Piñera. Aquí la subida de precio no afectaba al automóvil, como en en los países citados , iba directamente contra el transporte colectivo. En lugar de promover un transporte público barato, más justo y menos contaminante, se intenta encarecerlo.

Chile es un país ejemplar desde la perspectiva de fomentar el desarrollo apoyando la iniciativa privada y controlando el déficit público. Además, lleva 30 años demostrando una estabilidad política, que no va a durar si no consigue que el crecimiento venga acompañado de políticas contra la desigualdad y a favor de una mayor inclusión social.

En mi libro defiendo la economía de mercado porque es más eficaz y promueve valores sociales positivos, pero también digo que no funciona sola, que necesita una buena regulación. Especialmente para combatir las situaciones de acumulación de poder en noblezas económicas que toleran prácticas monopolísticas, acaban pesando mucho en las decisiones políticas y provocando un freno al ascenso social, un aumento de la pobreza y un debilitamiento de las clases medias.

El cambio en Chile va a llevar tiempo, porque una parte minúscula de la población concentra mucha influencia. Es un país donde los miembros de la élite, cuando hablan coloquialmente entre ellos, clasifican a las clases sociales con letras: eres un A, aquel es un C. Me recuerdan al Mundo Feliz de Huxley, sorprendente pero real. Los ricos soportan una baja carga impositiva y hay demasiadas prácticas oligopolísticas. Un cóctel de circunstancias que estamos viendo en otros lugares, incluidos los EEUU de Trump y Cía.

En ambos países lo que pase con la sanidad va a marcar su futuro. En el gran Estado del norte del continente es un tema que los demócratas intentarán situar en el centro de las próximas elecciones presidenciales. La sanidad es un ejemplo perfecto de los excesos de privatización de la economía que se acometieron en los años (1973-1990) de la dictadura chilena, bajo el asesoramiento de la llamada “escuela de Chicago” liderada por el premio nobel Milton Friedman. Antes había un servicio público de sanidad que era un buen ejemplo continental. La política seguida por los gobiernos de Pinochet consistió en dividirlo en varios servicios y degradarlo, haciendo que creciera la oferta privada.

En el ámbito sanitario las leyes de la economía de mercado funcionan mal, por lo que es recomendable una fuerte presencia del Estado. El “cliente” de servicios relacionados con la salud, cuando se siente enfermo, no tiene capacidad de negociación con sus “proveedores”, que tienden históricamente a desarrollar prácticas oligopolísticas, tanto entre las aseguradoras que venden servicios como entre las grandes compañías farmacéuticas. El país del mundo en que el sector sanitario está más privatizado, EEUU, posee un record entre los países industrializados: tiene la peor sanidad y, al mismo tiempo, la más cara.

Chile necesita recuperarse de las sobredosis de mercado que arrastra desde tiempos predemocráticos. No precisa una revolución, le llega con compensar las debilidades del sistema, acompañando el crecimiento económico con mejores controles de las prácticas que dañan la competencia y añadiendo servicios públicos que fomenten un mayor bienestar de los más desfavorecidos. Como pasó antes en muchos lugares de Europa, los poderosos aceptarán que tienen que competir mejor y pagar más impuestos, si quieren más estabilidad social y seguridad en las calles.

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