Aznar tiene un aire a Charles Chaplin en esa foto del 2004, acompañado de unos colegas que le aplauden. Se le ve satisfecho inaugurando algunas de las autopistas radiales de peaje que se construyeron en torno a la capital. Montando números era mucho mejor el genial cómico inglés que se ganó bien la vida, porque la afición al teatro de su sosias hispano costaría dinero y prestigio. No sólo por este caso, recuerden su foto con Bush en las Azores, que nos metió en la invasión de Irak  con argumentos falsos, a su esposa de alcaldesa de Madrid o el bodorrio de su hija en El Escorial.

Los años de presidencia de Aznar fueron tiempos de inflar una burbuja inmobiliaria que nos generaría, pocos años después, una gravísima recesión. Los bajos tipos de interés que trajo la incorporación al euro están en la base de la euforia de entonces. Los actores del número de la foto presumían de lo bien que iba España, de lo mucho que crecía su capital…, y de que era gracias a ellos. Las 7 autopistas diseñadas entonces en torno a Madrid (había dos más en el sureste construidas con el mismo esquema) parecían necesarias para evitar la congestión de las autovías paralelas y conectar con el centro de la ciudad los nuevos barrios que crecían.

Tenía algo de magia el numerito de nuestro soso remedo del genial actor y director inglés: aquellas autopistas no iban a costar nada al conjunto de los españoles. Las pagarían las concesionarias y los usuarios. Para ello había que ofrecerles un período de explotación de 30 años y la salvaguarda de una compensación si no se cumplía un tráfico mínimo. Pero la euforia política no convencía a las empresas que iban a pagar y explotar las autopistas. Los inversores no se fiaban y se añadió una clausula de Responsabilidad Patrimonial de la Administración (RPA) por la que, en caso de persistir el poco tráfico, el Estado se haría cargo de las autopistas, compensando a las concesionarias por las cantidades no amortizadas. Con esos paracaídas se montó la típica fiesta del cemento a la que se apuntaron todas las grandes constructoras, que dedican tiempo y recursos a fomentar ese folclore económico. Las gloriosas inauguraciones son la parte final del programa, que antes incluye comidas y cacerías, donde se fijan los gastos de las fiestas y las orquestas invitadas.

Pero, como suele pasar con los excesos, se cumple entonces la vieja ley de Murphy: todo lo que puede ocurrir ocurre y en el peor momento. Las expropiaciones, que beneficiaron a algunas familias influyentes (Franco, Abelló…), salieron mucho más caras de lo previsto, retrasaron las obras, prolongaron los plazos de construcción y aumentaron los costes. En paralelo, los barrios periféricos se frenaron por la aparición de una crisis bien alimentada en nuestras tradiciones festivas del dios ladrillo, y el tráfico adicional previsto se quedó en casa o seguía usando las autovías gratuitas, aunque tuviera que soportar algún atasco.

Las autopistas radiales quebraron pocos años después de terminadas y reclamaron al Estado la RPA. El asunto está en los tribunales, el Gobierno actual estima en un máximo de 3.305 millones de euros lo que tendrá que poner, las compañías demandantes lo cifran en 4.500. El dinero de todos soportará al final alegres fiestas locales.

Cuando ocurrió el desastre, Ana Pastor era ministra de Fomento del Gobierno de Rajoy y se cansó de decir que el rescate de las radiales no le costaría un duro al Estado. Aún siendo de la línea gallega, estaba probablemente condicionada por la influencia que mantiene en su partido el ex Presidente de la medio sonrisa ufana, catedrático de la España radial y constructora. Como no cambiemos esa visión, las poderosas empresas del sector seguirán influyendo mucho, pagando tarde y frenando el desarrollo de la España industrial e investigadora, que tiende a ser más periférica.

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