En política internacional hay que ser pragmáticos y obviamente el poder del otro influye mucho. Es la realpolitik, término que acuñó Otto von Bismarck, el líder que condujo Alemania a su primera reunificación. En esa línea, el Parlamento Europeo ha concedido ayer el premio Sàjarov 2020 a la oposición democrática de Bielorrusia. Se lo merecen por plantar cara, arriesgando la vida en muchos casos, a un autócrata estalinista como Aleksandr Lukashenko, que manipuló el resultado electoral de las elecciones del 9 de agosto para seguir en el poder.

El respaldo a la democratización de Bielorrusia cuenta con el entorno favorable de la debilidad que la pandemia ha creado a la Rusia de Putin, acosada además por los bajos precios del petróleo y los conflictos que mantiene abiertos en su zona de influencia, incluido ahora el de Armenia y Azerbaiyán sobre Nagorno-Karabaj. Son malos tiempos para el zar ruso que ha visto cómo su planificado año de gloria se ha convertido en una etapa de sufrimiento que le lleva a la defensiva, aunque siga persiguiendo minorías y disidentes (entradas del 7/07 y 22/08).

Al que le va mucho mejor es a Xi Jingpin, mandarín de la nueva China imperial, a quien el coronavirus originado en su territorio está ayudando en su progresión para ser la primera potencia del planeta. En este año de padecimiento para muchos han iniciado un agresivo proceso de reconducir a una situación de “normalidad autocrática” a Hong Kong y aumentar el acoso sobre Taiwan, su próximo objetivo. Aún ayer se quejaban de la última venta de armas que EEUU ha hecho al gobierno de la isla Formosa, alegando que interfería en “asuntos internos” de China. Que se preparen para cuando llegue el próximo virus los únicos chinos que aún tienen un Estado democrático (entrada de hace diez días).

Y sigue vigente la milenaria obsesión por la unificación racial y cultural en torno a la etnia Han y al idioma chino. El número de The Economist de la semana pasada dedicaba su portada, primer editorial y amplia información al grave problema de los uigures, una minoría étnica de idioma turco y religión mayoritariamente musulmana. Lo ponía como ejemplo de la regresión que están sufriendo los derechos humanos en el mundo. Es un consuelo que, en medio de una crisis sanitaria que nos tiene a todos concentrados en lo que pasa cerca de nosotros, un medio importante se acuerde de un asunto muy trascendente para el futuro común de la Humanidad. De esa información tomo la imagen que preside esta entrada.

Pekín aprovechó algún incidente terrorista provocado por un pequeño grupo radical (no hay sucesos de este tipo desde 2017) para aplicar con mano de hierro una política de asimilación, confinando a parte de esta minoría de 12 millones de personas, que habita la región occidental de Xinjiang, en centros de “reeducación y entrenamiento”, auténticos campos de concentración. Los demás reciben en sus casa, escuelas y centros de trabajo la inmersión obligatoria en el Pensamiento de Xi Jingpin.

Este dirigente es lo más parecido a un totalitario fascista que tenemos en la actualidad y su poder está en alza. A él sí que habría que apretarle las tuercas, especialmente a sus empresas tecnológicas, consideradas por el PC chino un instrumento prioritario de dominio. Incluso se podría amagar con el reconocimiento oficial de la independencia de Taiwan. Es necesaria la realpolitik, está bien entrenarse con líderes de segunda como Lukashenko que necesitan un varapalo, pero cuando hablamos de derechos humanos deberíamos mostrarnos más decididos. En caso contrario China se reforzará como la gran amenaza que ya es para las libertades en el S XXI. De eso va lo que escribo.

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