Leo que las academias que preparan para opositar a empleo público casi no tienen plazas. Es normal, en tiempos de incertidumbre aumentan las personas que apuestan por desarrollar su vida profesional dentro de la Administración, que garantiza un empleo seguro y una retribución razonable. Además este Estado nuestro absorbe cada vez más funcionarios, a pesar de que se intenta digitalizar y le sobran estructuras por todos lados (el 80% de los ayuntamientos, todas las provincias, algunas autonomías y bastante aparato central).

La noticia me retrotrae a una de mis más tempranas reflexiones sobre cultura colectiva. En perspectiva histórica y simplificando, España estuvo, durante siglos, dominada por nobles propietarios de grandes fincas. Aquellos que querían destacar, pero no entraban en el núcleo de esa clase, buscaban salida en la milicia o la religión. Las grandes aventuras de la “conquista” de América, siguieron a la “reconquista” interior y mantuvieron la alta demanda de ambas profesiones.

Fue particularmente importante la oferta de empleo eclesiástico en un país que hizo de la religión la base de su identidad y la justificación de su afán expansionista. La Iglesia también recibió tierras y privilegios. Si España tuviera una capacidad de desarrollar multinacionales como la que mostró para poner en marcha las grandes órdenes que la Iglesia precisó en cada etapa de su evolución moderna (dominicos, jesuitas, opus dei), seríamos un líder económico mundial. La historia llevó las grandes capacidades de los españoles en otra dirección.

Al entrar en el mundo de la empresa privada, hace medio siglo, observé que la modernización económica había producido una adaptación del alma laboral: no aspirábamos a ser religiosos, queríamos ser funcionarios. El largo dominio de clases basadas en el cobro de rentas nos había llevado a buscar una renta vitalicia a cambio de trabajo. Tiene su lógica, evita preocupaciones en un país que no presenta muchas oportunidades y lleva dos siglos exportando demasiada gente. Cuando mi trabajo en un banco me llevó a reuniones con otras entidades, observé que algunos representantes de los que entonces se llamaban “los siete grandes” se referían a los empleados de su empresa como “funcionarios”. Lo que no hizo más que reafirmarme en mi convicción, la mayoría de los españoles, que no eran de familia rica (noble), habían dejado de aspirar a ser monjes o guerreros y querían ser funcionarios para asegurar el peculio.

Lo más parecido a las órdenes religiosas son ahora los sindicatos, que velan porque se cumplan esos deseos. Ellos mismos son grandes aparatos burocráticos, con sólidos escalafones y paraguas de fondos públicos. Aspiran a que su esquema se traslade a las empresas, lo que les lleva a combatir las medidas que flexibilizan el empleo, la causa principal de que en España haya demasiado trabajo temporal. Las empresas tienen miedo de contratar trabajadores fijos que introducen rigidez y dificultan la adaptación a la que el mercado las obliga periódicamente.

Los sindicatos han realizado una función histórica necesaria para mejorar las condiciones laborales. Siempre queda tarea en ese ámbito, en asuntos como flexibilidad de horarios o seguridad laboral, con las posibilidades que se abren ahora por la robotización o el trabajo desde el hogar, que deben regularse bien. Si siguen obsesionados en convertir a los trabajadores en una especie de funcionarios privados, seguirán dificultando el desarrollo del país.

Deberían ser ellos mismos menos burocráticos, limitar los mandatos de sus líderes eternos, vivir de las cuotas de los afiliados, competir con los otros sindicatos en dar buenos servicios… Lo recomienda alguien que se alegra de que aparezcan síntomas de ruptura en CEOE (24 de julio, El Ibex contra España).

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