A los alemanes les gusta atesorar papel moneda. En particular a la gente mayor, un fenómeno que también se da en otros países. Por ejemplo, en plena explosión de la epidemia del covid-19, el Gobierno español pide a los jubilados de que no vayan a los bancos a retirar toda la pensión el día que la cobran. Costumbre peligrosa que, además de facilitar contagios, provoca atracos y robos en casas donde acumulan absurdas cantidades de dinero.

Los veteranos que tuvimos contacto con los sistemas de pago en nuestra vida profesional, aún recordamos que Alemania fue de los últimos países avanzados en difundir las tarjetas de crédito. Los bancos alemanes promovieron una alternativa, el Eurocheque, en la que la tarjeta servía sólo para garantizar la titularidad del que firmaba el cheque. Un sistema poco práctico que España, un país receptor de las vacaciones y el retiro de millones de centroeuropeos, tuvo que soportar bastantes años. Los sistemas modernos -tarjetas y, ahora, móvil- han transformado la situación. Incluso en Alemania, la patria de Gutenberg, el inventor de la imprenta, al que algunos parecen querer rendir homenaje seis siglos después.

Al Gobierno alemán se le puede convencer. Está muy preocupado por tener que aplicar políticas keynesianas para paliar la grave crisis actual, incurriendo en déficit para estimular la economía, vía incremento del gasto público.  Aun así, se resiste a las presiones para emitir bonos europeos que financien el plan de choque de la UE. Le da pavor mezclar su prestigio como deudor solvente con el de países, fundamentalmente del sur de Europa, que tienen mala reputación en ese ámbito.

En esos temores de Alemania radica el argumento para ponerla a favor de la supresión del papel moneda. De llevarse a cabo, la medida mejorará la salud de las cuentas públicas, las suyas y, especialmente, las de los países mediterráneos, los que más le preocupan y tienen una enorme economía informal y una alta concentración de delitos económicos y tráficos ilegales.

Con la retirada de los billetes se suavizarán los recelos de Alemania a que se emita deuda europea. Con ello se reforzaría la capacidad de la UE para luchar contra las crisis económicas y su papel como referencia mundial para superar limitaciones del viejo Estado nación, un invento sólo dos siglos más joven que la imprenta y que también necesita renovarse.

Convencer a Alemania influirá en el postura del Banco Central Europeo (BCE), situado en Frankfurt. En la sede de la política monetaria de la zona euro saben que el efectivo es una parte irrelevante de la base monetaria y que crear dinero hoy no consiste en poner en marcha la impresora, se trata más bien de ofrecer liquidez a los bancos y comprar instrumentos de deuda en los mercados. Son conscientes de que el billete es un medio de pago del pasado, que tiene enormes costes de producción, seguridad y tratamiento y que ya no es el gran negocio que fue, cuando los tipos de interés eran altos y los bancos centrales disponían de grandes reservas a tipo cero por el monopolio de emisión de moneda.

Al BCE también le alegrará que pueda existir deuda europea y que la mejora de las finanzas públicas facilite una acción fiscal coordinada para regular la coyuntura económica. Una situación homologable con lo que pide la ciencia económica, que restará mucha de la presión política que pesa sobre nuestro banco central en el ámbito monetario.

Hay un último elemento que puede ayudar a conseguir lo que se propone: Angela Merkel. Una política que ha vivido tiempos radicalmente diferentes a lo largo de su existencia y que se está retirando de la vida pública. En su situación pesan menos pequeños problemas que tienden a asustar a los dirigentes que defienden su sillón. Para ella, una acción de este tipo es la gran ocasión de dejar una huella indeleble de su liderazgo, que marque el futuro de su país, del continente y, quizá, del mundo.

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