Europa se enfrenta a un horizonte complicado tras la llegada de Trump a la presidencia de los EEUU. Supondrá una ventaja para Putin en Ucrania, un apoyo para los populismos que crecen con altas dosis de nacionalismo y una probable línea proteccionista, que agravará la débil coyuntura económica europea. Especialmente en sus dos motores principales, Alemania y Francia suman tensiones políticas a estancamiento productivo.
El último y más extenso capítulo de mi ensayo (Más allá del estado nación) ve la UE como una esperanza, un intento de superar el viejo modelo de estado nación, enfrentado a un mundo más abierto, poblado e interconectado, y sujeto a desafíos importantes como el climático. Un entorno que lo pone en tensión y para el que los estados actuales son una solución poco eficiente. Patrias irredentas quieren volver a más de lo mismo: unidad en torno a los elementos culturales que han forjado su historia, fronteras duras, aranceles, reivindicaciones territoriales, gasto militar… Lo estamos viendo.
Debemos insistir en más Europa. Su principal desafío, hace 40 años, era la moneda, ahora es la defensa. Sabemos que las fuerzas armadas son muy queridas por las naciones, constituyen el último recurso para defender su unidad e independencia. Es comprensible que vean con aprehensión su agrupación permanente con ejércitos vecinos. También debemos ser conscientes de que la UE es analizada con prevención, cuando no con odio, por los grandes Estados que se reparten el poder mundial. La ven como un modelo de agrupación de naciones medias y pequeñas que les permite influir más en el mundo, desde la defensa de la democracia y los derechos humanos. Les puede hacer perder parte de su preeminencia, por eso la desprecian hacia fuera y la combaten por detrás.
Si Europa quiere crecer y tener más peso internacional, además de esforzarse en ser más competitiva, deberá hacerse respetar también en el ámbito militar, contar con su propio sistema defensivo sin necesidad del apoyo de Washington, susceptible de quedar en manos de dirigentes como el que está a punto de volver a la Casa Blanca. Un tema que este blog ya ha tocado antes y que, me temo, tendrá ocasión de volver a hacerlo.
Moldavia e un pequeño país, entre Ucrania y Rumanía, que ha decidido, en unas recientes elecciones, mirar hacia el Oeste y darle la espalda al Este. Rusia ataca a su vecino oriental, mientras, a occidente, observa lo bien que les va a los rumanos en la UE. El régimen de Putin está muy presente allí y ha intentado influir en recientes procesos electorales. Hay denuncias de compra de votos y de presión de grupos criminales afines al Kremlin. Primero, hubo un referéndum en el que se impuso, aunque por poco, la propuesta de blindar en la Constitución la opción de adherirse a la UE. Después, vinieron las elecciones presidenciales, que ganó Maia Sandu, que ya ocupaba el puesto desde el 2020, una destacada economista pro europea.
No debemos fallarles, se aferran a lo que representa Europa como espacio de esperanza, de convivencia pacífica y desarrollo equilibrado. Cualquier marcha atrás en los avances y solidaridad europeos será aprovechada por organizaciones criminales y la presión de Moscú para revertir los recientes resultados electorales en Moldavia. A pesar de ser un país de dimensiones similares a Galicia (33.000 km cuadrados, 2,6 millones de habitantes) es una pequeña muestra de las mezclas étnicas y culturales de la zona. Tiene dos regiones díscolas, que no están por la entrada en la UE. Transnistria, paralela a la frontera con Ucrania, es muy pro rusa y Gagauzia, que cuenta con amplia autonomía y está poblada mayoritariamente por restos de tribus nómadas túrquicas cristianizadas, que hablan un dialecto turco. Moldavia nos necesita. Es candidata al ingreso en la UE desde el 2022, hay que facilitarles la ayuda que precisen, aunque la adhesión deba tomar su tiempo, y también animarles a ellos y a otros vecinos en situaciones difíciles construyendo una Europa más unida, competitiva y fuerte.