Me he venido refiriendo con frecuencia a los problemas que la construcción de los Estados nación ha ido creando a la diversidad. Un fenómeno que opera en todos ellos, pero que resulta muy peligroso en el interior de los más autocráticos.

Entre los elementos culturales que definen la nación tiene mucho peso la religión. Dentro de las leyes morales que las creencias religiosas promueven, las más exigentes son las referidas a la vida sexual, orientadas a defender la procreación. Explico esta problemática en el capítulo de mi libro dedicado a la libertad de las mujeres. Una realidad que, en la práctica, opera como un sistema de control masculino. Casi todos los dirigentes religiosos son hombres. El islamismo, muy radical en este campo, es parte esencial de la identidad de muchas naciones dispuestas a reprimir conductas que se desvían de la moral asumida.

Viene a cuento de ello un reciente documental del periodista de investigación David France, que aborda la represión que se ejerce sobre colectivos LGTBI en la república rusa de Chechenia. Lo narra desde la experiencia de grupos que trabajan para esconder, recuperar y, si lo desean, enviar al extranjero a las víctimas de las atrocidades que comete la policía y, muchas veces, las propias familias.

Chechenia se independizó de Rusia cuando se desmoronó la URSS y luego fue “recuperada” por Putin tras dos crueles guerras, terminadas en 2004. A pesar de las derrotadas aspiraciones de esta república a tener Estado propio, se sigue esforzando en imponer, a sangre y fuego, normas religiosas que consideran parte de su identidad como pueblo. Supongo que protegen sus raíces para resistirse a la presión unificadora e Rusia.

La situación pinta muy mal para los colectivos perseguidos en Chechenia. Poca ayuda pueden esperar de Moscú, donde el macho alfa que preside el país acaba de constitucionalizar (entrada del día 7) el matrimonio heterosexual. Eso sí, intentará ir limitando la influencia de la religión musulmana que considera contraria al Estado nación superior, Rusia, cada vez más centralizado y uniforme, y donde promueve la fe ortodoxa, más rusa, más ornamental y menos agresiva que el islam.

Otro caso de difícil relación del islam con la homosexualidad, que conocimos por un artículo de Francisco Castro en La Voz de Galicia, es el de Sarah Hegazy, que se suicidó hace un mes en Canadá, donde estaba exiliada.  No pudo recuperarse psicológicamente después de sufrir todo tipo de torturas y violaciones a manos de la policía de su país, Egipto, por desplegar una bandera arco iris en un concierto. Leer el calvario que pasó esta mujer encoge el corazón.

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Durante la campaña electoral que finaliza en Galicia he tenido ocasión de reflexionar sobre algunas claves de la identidad nacional de España. Una tarea que, en los países democráticos, tiende a estar más en manos de las fuerzas políticas conservadoras. De conservar se trata, de que nada cambie y siga predominando lo que les gusta.

Los que gobiernan en la Xunta , aunque el país no está para gastar demasiado, siguen la mentalidad religiosa dominante prometiendo ayudas para tener y educar niños, independientemente de la situación económica de la familia. Promueven que las mujeres tengan hijos, alegando el envejecimiento de la población, pero olvidando que en el mundo hay ya mucha gente y de que seguimos exportando a una parte importante de los jóvenes más preparados.

Los más radicales atacan a los que ellos llaman nacionalistas, incluso acusan de xenofobia al pobre Castelao, tan integrador de seres humanos de todo tipo. Habría que recordarles que el nacionalismo más preocupante, el que tiende a ahogar la diversidad cultural y limitar los derechos y libertades de los diferentes, es el nacionalismo uniformador de Estado que ellos defienden. A estos no hay que hacerles mucho caso, aquí casi nadie les escucha.

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