Demasiado ruso en Rusia diría quizás ahora el genial Eugenio. Putin ha impuesto su nueva Constitución, muy rusa, pasando por un plebiscito ornamental, ya que no era obligatorio ni vinculante. Conoce a su pueblo y le organiza liturgias para que aumente la autoestima, un poco baja desde la caída de la URSS. Todo estaba bien atado para que saliera una alta aprobación. El nivel de la victoria oficial, con casi el 80% de los votos a favor fue anunciado en febrero. A pesar de que encuestas independientes detectaban mucha oposición en las grandes ciudades, según ellas, los que se manifestaban en contra de la nueva carta magna llegaban al 75% de los encuestados en San Petersburgo y al 50% en Moscú.

El Presidente de Rusia, el gayo taimado, es uno de mis personajes preferidos, me gusta observarle. Este año tocaba su subida a la categoría de Zar perpetuo y había previsto grandes fastos. Aunque el coronavirus y los precios del petróleo se los han estropeado mucho, el plan sigue adelante. Ha tirado de todos los trucos para presumir del apoyo del pueblo: sorteos de premios a los que iban a votar, clausulas en la Constitución para garantizar subidas de salario mínimo y pensiones, manipulación del proceso…

Su popularidad está baja, pero hasta la próxima elección presidencial faltan 4 años y puede pasar de todo. El peor escenario es que su nivel de aceptación siga flojo y, como no soportaría una derrota, le dé por provocar una reacción patriótica a su favor, invadiendo algún país vecino sobre el que tengan reivindicaciones territoriales o haya minorías rusas que pidan auxilio. Tiene donde elegir.

La nueva carta magna plasma el Estado que tiene en la cabeza: papel central a la religión y al idioma ruso, matrimonio reservado sólo a personas de sexo diferente, más centralización. Un Estado nación conservador, muy cerrado en sí mismo, sin tradición democrática, donde los problemas se solucionan apelando al interés superior de la patria, especialmente para combatir enemigos exteriores reales o inventados. Continúa su alucinante viaje a tiempos pasados en un mundo que camina en dirección contraria: más interdependencia y mezcla de culturas y personas.

Me preocupan en particular las minorías que existen en ese gran país, afectadas por la rusificación que consagra la nueva norma fundamental, víctimas de la habitual intolerancia de los estados nación hacia la diversidad. Siempre hay una lengua, una religión, unas características étnicas a promover e imponer, con la violencia si hace falta. En la entrada anterior hablábamos del caso de la democracia en Hong Kong, aplastada por otro país xenófobo e hipernacionalista como es China.

En las llanuras orientales de Europa, al sur de Moscú, una de las 22 repúblicas que forman parte de la federación rusa, cada vez menos federal, se llama Tartaristán, poblada mayoritariamente por tártaros, que cuentan con idioma propio y religión predominantemente musulmana. Serán de los que peor lo pasen, el gayo ruso ya lo está demostrando con la persecución de la minoría tártara que habita en la reconquistada Península de Crimea.

La aceptación de la diversidad es un buen baremo del nivel de democracia de un país y de su capacidad de adaptarse al mundo actual. La situación de los tártaros no recibirá mucha atención por aquí, pero puede convertirse en un símbolo de la caída de la Rusia de Putin en las peores cavernas del nacionalismo de Estado. Habría que vigilarles y amenazarles con sanciones si se pasan, su economía es demasiado débil para aguantar una presión seria de los países democráticos.

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