Hace tres días que las manifestaciones en defensa de la democracia en la antigua Birmania no aparecen menos en las noticias, pero siguen. Probablemente, los generales que dieron un golpe el 1 de febrero controlan algo mejor la situación después de matar a casi 600 manifestantes y encarcelado a otros 3,000. No les había gustado el poder adquirido por la expresidenta Aung San Suu Kyi, cuyo partido arrasó en las elecciones del pasado noviembre y que figura entre los detenidos. Eran las segundas elecciones democráticas en el país, después de las de 2014, que habían clausurado de medio siglo de dictadura militar.

Los generales aspiran a seguir mandando y haciéndose ricos, controlando desde atrás la democracia. Pero las libertades son complicadas de manejar porque a los pueblos les gustan y la veterana Suu Kyi, hija de un general, ha demostrado que conoce el país y, hasta ahora, había sabido gestionar sus complejos procesos: cruel expulsión de los miembros de la minoría rohingya, de religión musulmana, a la vecina Bangladesh (país que celebra este los 50 años de independencia de Pakistán), persecución de la guerrilla étnica del Ejército Nacional Chin, vigilancia de los militares sobre el poder civil… Estos han vuelto a tomar las riendas, con el apoyo inmediato de países autoritarios, como China y Rusia, y también de la India, conducida por un jefe de gobierno nacionalista.

Brasil conserva su régimen democrático, pero los militares están entrando demasiado en política desde que el ultraderechista Jair Bolsonaro, ex militar él mismo, asumió la Presidencia. Es parte de una tradición en toda Iberoamérica y también en sus potencias coloniales históricas, afortunadamente incluidas ahora en una protección colectiva de las libertades, la UE. No debo entrar en detalles de lo que allí ocurre, porque en gran parte responde a la estrategia del máximo dirigente:  provocar medidas inesperadas que generan polémica, que luego apaga con otras.

Ahora se ha pasado un poco al someter a las Fuerzas Armadas al foco de la política, dañando su prestigio. Como cuando, el año pasado, nombró a un general ministro de sanidad, algo que no se hizo ni en tiempos de dictadura, porque los médicos especialistas que habían ocupado el puesto no se plegaban a sus teorías, en línea negacionista, sobre la pandemia de coronavirus que está desbocada en Brasil. Así provocó rechazo en los ejércitos, que le llevaron a cambiar al ministro de defensa, lo que, a su vez, originó la dimisión de la cúpula de las Fuerzas Armadas en señal de protesta.

Los militares estaban molestos por haber sido expuestos a la crítica de la opinión pública y tenían que hace algún gesto, pero el apego hacia ellos de Bolsonaro les es muy favorable . Oficiales de carrera presiden 15 grandes empresas públicas (incluida Petrobras), dirigen otras 92 y 3000 de ellos ocupan cargos gubernamentales, según las cuentas del profesor Eduardo Heleno (Universidad Federal Fluminense). Esperen más espectáculo en este año y medio que falta para las elecciones presidenciales en las que volverá a entrar en juego el expresidente de izquierda Lula da Silva.

El Estado nación, la base institucional de las democracias modernas, se ha apoyado siempre en un ejército fuerte para defender las fronteras. Las tensiones que estas sufren en la globalización, derivadas de desafíos internos y externos, conduce a que los militares acudan, lo hacen en cuanto pueden, a defender la patria y sus propios emolumentos en los sitios donde el régimen de libertades está menos arraigado. Pasa en muchos países descolonizados a mediados del siglo XX y dotados de fronteras poco lógicas. Los militares son una casta que tiende a fiarse sólo de ellos mismos lo que les lleva a repartirse cargos y prebendas que ayudan a mantener la solidaridad de grupo. 

Los países democráticos están obligados a denunciar y sancionar estas conductas de vuelta a un pasado que deberíamos olvidar y apoyar a los que se juegan el pellejo para defender las libertades y los derechos humanos. En Myanmar la presión continúa en las calles, ahora teñidas de pintura roja símbolo de la sangre derramada, el imprevisible populista de Brasil entra en un período preelectoral con su popularidad cayendo. Es hora de apretarles de verdad.         

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