La fachada mediterránea, el centro y sur peninsulares tienen una carencia crónica de agua dulce, como otros muchos lugares del mundo. El crecimiento de la población y de la economía empujan ese déficit wn cuatro sectores de demanda: agricultura, industria, desarrollo de las ciudades y turismo. Además la situación se está agravando por el calentamiento global.

Cuando, como ahora, coinciden tiempos de poca lluvia y elecciones, los políticos debaten sobre el tema y prometen inversiones en evitar fugas, modernizar instalaciones, ampliar desaladoras, mejorar sistemas de depuración… Ayer escuchaba a un dirigente ecologista pidiendo una medida más radical: que se prohíban nuevos regadíos. Por ahora, los partidos tienen suficientes frentes abiertos y evitan referirse a la solidaridad interregional en este asunto, un tema que cuenta con larga tradición de peleas entre diversas CCAA. Mientras tanto, detallan los recursos que se podrían conseguir en futuros presupuestos para mejorar las infraestructuras de recogida, distribución y tratamiento de una materia prima cada vez más escasa.

En el problema del agua potable, el recurso más escaso en grandes áreas del planeta, debemos ir más allá de las mejoras técnicas y entender la solidaridad únicamente para garantizar sistemas que permitan disponer de mínimos para el consumo de la población. Las otras demandas de agua, que la usan como un insumo de producción,  deben pagar un precio que cubra el coste del servicio y el coste de oportunidad  en función de la  disponibilidad en la zona.

Lo que es gratis o muy barato tiende a malgastarse. Hay que pagar un precio razonable por toda el agua potable que se emplea para usos turísticos, industriales y agrícolas. Sin excepciones ni tratos de favor. La agricultura, y en concreto la de regadío, recibe ingentes cantidades de subvención indirecta por vía del agua. Se sabe que en las zonas del mundo donde los precios de este recurso son relevantes, el agua se emplea mejor, surge automáticamente la preocupación por ahorrarla, por invertir en mejorar su empleo, instalando, por ejemplo, sistemas de riego gota a gota, o por cambiar los cultivos, dejando que emigren a zonas con mayor disponibilidad los que son más intensivos en la demanda de esta materia prima.

Los que pedimos un tratamiento económico racional de este recurso tan irregularmente distribuido, aún somos voces que claman en el desierto. Nunca mejor dicho, ya que en un desierto se puede convertir parte importante de la península ibérica, a pesar de los debates y de las obras públicas. Estos remedios, por sí solos, son inadecuados para atacar el problema. Lo malo es que, en cuanto llueva un poco, nos volveremos a olvidar del asunto, aunque por poco tiempo, ya que los períodos de relax serán cada vez más cortos.

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