A los Estados les gustan las fronteras porque marcan espacios de soberanía y representan embalses de poder para los que tienen influencia. A los políticos populistas, abnegados defensores de la patria tradicional, les encantan. Su apetito por los muros de separación es proporcional a las tensiones que les crea un planeta muy poblado y conectado que tiende a meterse por todas partes.

Nos aproximamos al Brexit, un ejercicio nacionalista que separará  al Reino Unido de la Unión Europea, el primer intento institucional de la Humanidad para superar las crecientes limitaciones del omnipresente estado-nación. Es posible que los británicos, al dar marcha atrás, choquen con obstáculos no observados al ver la actualidad por su pequeño retrovisor de la historia. El experimento me tiene muy interesado por lo que pueda pasar con una frontera tan poco natural como la que divide Irlanda. También cabe que el proceso genere más fronteras de las que desearían sus promotores y Escocia levante las suyas para dejar el Reino Desunido.  

Por suerte, no parece que en las islas británicas vaya a haber tiros, a pesar del lío en que les ha metido el Partido Conservador. Tienen el gatillo más fácil los Estados que no se limitan a erguir barreras, sino que las mueven más allá. La UE acaba de prorrogar las sanciones a Rusia por anexionar la Península de Crimea en 2014. Putin está debilitado -covid sobre población envejecida, bajos precios de petróleo y demasiado gasto militar- lo que ha permitido a otro expansionista, Erdogan, ganancias de influencia territorial a costa de la pobre Armenia, que ya sufrió un terrible genocidio hace cien años a manos del Imperio Otomano. Erdogan pagó el gesto, adquiriendo misiles S-400 rusos para su defensa, con ello Putin obtenía fondos para su necesitada industria militar y debilitaba la cohesión de la OTAN, de la que Turquía es miembro.

Otro populista, Donald Trump, se va sin haber conseguido levantar el muro con Méjico que, según él, iban a pagar los mejicanos. Pero no dice nada de lo que hacen los dirigentes que hemos mencionado. De China le preocupa su ambición de liderazgo mundial, pero mucho menos la ocupación de Hong Kong o el genocidio que está cometiendo sobre los uigures y los tibetanos, según denuncia Amnistía Internacional desde hace años. Una prolongación en nuestro tiempo de la milenaria política de unificación de la etnia han, situada ahora en la base del Estado totalitario chino.

El Presidente saliente sí ha tenido tiempo para reforzar al sionismo radical y dar alas a Israel para anexionar nuevos territorios. También ha conseguido que la parte más medieval del islam, las monarquías árabes suníes, hayan reconocido al Estado hebreo, aprovechando el enfrentamiento que mantienen con el Irán chií. Hace unos días, incorporó a Marruecos a este reconocimiento, tras aceptar la soberanía de la monarquía alauí sobre el Sahara Occidental, anexionado contra las resoluciones de la ONU, como Israel ha hecho con la Cisjordania palestina. Inmediatamente, Marruecos ha pasado un pedido de armas por 825 millones de dólares al complejo militar industrial norteamericano, firme soporte de las ideas de Trump.

Este blog y el libro que le sirve de base han ido refiriéndose ya a este tipo de asuntos, porque defiendo lo contrario: una progresiva erosión de fronteras que permita que este mundo más apretado pueda funcionar mejor. En ello influye mi experiencia personal, al observar de cerca la mejora que han registrado Galicia y el Norte de Portugal desde que se han integrado en la UE y ha desaparecido, a efectos prácticos, la frontera entre ellos, bastante artificial a pesar de ser muy antigua.

Una experiencia que estos días he podido compartir con mucha más gente a través de The Economist. La influyente revista inglesa, defensora de la apertura comercial y opuesta al Brexit, publicó hace unas semanas un artículo en el que destacaba el buen comportamiento de la economía gallega en los últimos tiempos. Pero, sorprendentemente para ese medio, el análisis estaba cerrado sobre España, ignoraba el efecto que había producido la UE, al convertir a Galicia en el norte efectivo de una fachada marítima de 12,5 millones de personas.

Conociendo la línea editorial de The Economist, les envié una carta sobre el asunto. La publicación de mi texto y el título que le dieron (Borders melt away) constituyen un reconocimiento implícito de que su artículo estaba incompleto. Pero, gracias a ello, un semanario de tanta difusión se refiere por primera vez a un modesto ejemplo de lo que se puede lograr si facilitamos la integración ordenada y pacífica de territorios vecinos. A los que, en este caso, une también una lengua que les permite comunicarse con naturalidad. Como hace decenios nos enseñó el Profesor Ricardo Carvalho Calero al que este año se le dedica el Día das Letras Galegas, celebrado con poca resonancia a consecuencia de la pandemia. 

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