El Reino Desunido está dando un lamentable espectáculo. Todo comenzó en 2016 con la peregrina idea del primer ministro conservador, David Cameron, de convocar un referéndum sobre la permanencia británica en la UE, que tuvo el efecto de liberar los demonios nacionalistas que allí anidan, especialmente en Inglaterra. Su sucesor actual, Boris Johnson, que llegó al cargo prometiendo que el Brexit se produciría el día 31 de este mes (usó una expresión equivalente a “para impedirlo tendrán que pasar por encima de mi cadáver”), le ha seguido fielmente en el apartado de ocurrencias poco responsables. El Parlamento le obligó a pedir a la UE una tercera prórroga del Brexit y, como no quería hacerlo, mandó la petición sin firmar y acompañada de una carta, esta sí firmada, en la que recomendaba a los líderes europeos no hacer caso de la petición que acompañaba.

Luego, el parlamento dio luz verde al acuerdo de salida que Boris había negociado y le volvió a imponer el aplazamiento para aprobar los detalles. Como consecuencia, la UE ha autorizado una nueva prórroga de la salida, hasta el 31 de enero. Aunque el premier no ha podido cumplir su promesa (yo pensé que lo haría, entrada del pasado día 19), sí ha logrado la convocatoria de elecciones para el 12 de diciembre en unas circunstancias que pueden ayudarle a reforzar su base parlamentaria y poder acometer con más decisión la retirada de las instituciones europeas. La excepcional coyuntura política justifica que las elecciones se celebren en el último mes del año, que es una época que les parece poco adecuada, serán las primeras en ese mes desde 1923.

La situación  que están viviendo los británicos puede dar todavía muchas sorpresas y refleja una gran incapacidad para construir consensos por parte de los agentes políticos y enfrentarse con más eficacia a la negociación con otros Estados, que demandan los tiempos actuales. Ese tipo de negociación, que dentro del modelo europeo implica cesión de parte de la soberanía, siempre puede ser presentada por algunos como un ataque a la identidad nacional.

En el último capítulo del libro analizo el rendimiento de las soluciones institucionales de los Estados de derecho en el marco de un mundo más abierto e interconectado, que debilita la soberanía de las naciones. En el Reino Desunido, sumido en el descrédito y el desconcierto, cabe preguntarse si la monarquía, que es parte de su propia identidad nacional,  sigue siendo adecuada para ayudar a lidiar los problemas que les genera ese complejo entorno en que operan las sociedades actuales. Es una cuestión que pocos van a plantear en público por no añadir leña al fuego, pero que va entrando en la mente de algunos.

A la monarquía constitucional, por su propia esencia, le toca un papel de árbitro del sistema institucional y tiende a ejercerlo desde un exquisito distanciamiento protocolario, para no contaminarse con tensiones coyunturales y seguir manteniendo su posición. El problema es que ese real alejamiento limita la capacidad del Jefe de Estado para presionar a los líderes políticos y empujarles a ser más eficaces y a llegar a acuerdos con otros.

Los Estados postmodernos atraviesan situaciones inesperadas y, muchas veces, sorprendentes, que agitan las bases de su unidad nacional y de la cultura común que la sustenta y, con ello, alientan la aparición de posturas simples, más radicales, que buscan fantasiosas vueltas al pasado, tensionan los equilibrios sociales y afectan a la estabilidad de la estructura de partidos. Quizá deban plantearse la pervivencia de formas de Estado , excesivamente decorativas, que deberían dar más juego y ayudar a superar coyunturas de poco consenso, cuando todos los agentes institucionales son necesarios y deben saber adaptarse a roles cambiantes. Incluso en Japón, donde el nuevo emperador tomaba ayer posesión de su cargo, esta figura milenaria pierde popularidad. Un Presidente profesional y transitorio -como en Alemania, Italia o Portugal- tiene más mecanismos a su alcance que una reina o un emperador para empujar a los partidos políticos a una mayor colaboración.  

En estos meses, las naciones, el Gobierno, el Parlamento y los partidos integrados en  el Reino Desunido se muestran poco capaces de colaborar. La situación tiene pinta de continuar más allá de un Brexit que, de producirse, dejará cosas importantes por negociar, aunque se logre con acuerdo. En dos entradas de finales de agosto, le sugería a Isabel II sendas líneas de actuación para poder seguir yendo a pasar sus vacaciones de verano a su palacio de Balmoral, en Escocia, sin tener que enseñar el pasaporte. Que tenga mucho cuidado, si su país continúa con altos niveles de desencuentro puede llegar a sentirse extraña en el propio Buckingham Palace.    

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