España siempre tuvo problemas para articular la diversidad. Para mejorar en algo tan importante deberíamos hacer un esfuerzo para enriquecer los debates, intentando hablar con precisión y con ideas bien razonadas. Un primer paso podría ser el de llamar a las cosas por su nombre. Propongo empezar por un tema, aparentemente menor, pero que confunde y dificulta la comunicación política. En este país resulta que los partidos conservadores, que tenemos estratificados en tres niveles -conservador light, conservador tradicional y ultraconservador-, se llaman a sí mismos liberales. Lo que ha generado una serie de adjetivos pensados para forzar el idioma y que los conservadores quepan en esa categoría -neoliberales, hiperliberales…-, pero que confunden más que aclaran.

Durante los escasos períodos democráticos o semidemocráticos del siglo XIX y principios del XX, los políticos españoles se definían como conservadores (partidarios de la legitimidad divina de la monarquía y poco aficionados a las políticas sociales o a tolerar la libertad de expresión o la mejora de la situación de las mujeres…) o liberales (defensores de la democracia, de las mejoras sociales…). En aquellos tiempos, los pobres liberales se pasaban muchos años en el exilio.

Los países con tradición religiosa protestante, normalmente más prácticos (aunque el lio del Brexit está poniendo seriamente en duda esa pretendida virtud)  y más aficionados a hablar de eficacia y menos de verdades absolutas, no suelen perder el tiempo en hipocresías semánticas. Siguen usando los términos liberal y conservador con el significado que siempre tuvieron.

Aquí, los que desconfían del feminismo y de los inmigrantes pobres, promueven la enseñanza religiosa, defienden leyes mordaza y no quieren cambiar nada ¡resulta que son liberales! Encima les gustaría tener un Estado más centralizado, lo que, a la vista de otras experiencias, supone concentrar poder y aumentar la ineficiencia (este asunto concreto tendrá futuros espacios en el blog, como ya tiene en el libro). Su pretendido liberalismo se agota en mejoras fiscales pensadas, sobre todo, para los que más tienen. Los auténticos liberales  rechazarían esas políticas cuando se aplican en un Estado con exceso de gasto y endeudamiento.

Hay que empezar a llamar a las cosas por su nombre. Los conservadores son eso y los liberales, que no deben ser muchos, deberían situarse donde siempre estuvieron: en el lado progresista. Eso sí, intentando no contaminarse de los que dicen estar en esa banda pero pueden llegar a apoyar soluciones políticas con connotaciones totalitarias. 

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