Los peajes en las autovías fueron establecidos hace casi diez años, cuando Portugal atravesaba el fondo de la crisis. Ahora se resisten a retirarlos a pesar de la mejora económica y las crecientes presiones del norte del país. Esas tasas perjudican especialmente a los extranjeros porque les cuesta entender y adquirir los instrumentos de pago que existen y se han convertido en un obstáculo para la relación de Galicia con el norte portugués.

Los obstáculos a las relaciones entre pueblos, dentro de un planeta cada vez más interconectado, están muy presentes en mi libro. Quizá haya influido en ello el ser gallego y preocuparme instintivamente por nuestra frontera sur, tan artificial en muchas cosas. Su punto más ancho es ese estuario del Miño, una “ría” muy estrecha dentro de nuestro amplio catálogo pero sobre la que aún pesan nubes oscuras.

Por eso titulo Lisboa en lugar de Portugal, porque las capitales son grandes usufructuarias de esos “embalses de poder”, como llamo a las fronteras. Les gustan los mojones que marcan territorio, en este caso un sistema de peajes en las autovías que obstaculiza la comunicación entre zonas vecinas, cada vez más integradas en el plano económico y social.

El sistema de pago de tasas constituye en la práctica un obstáculo de tipo burocrático a la libertad de movimiento de personas y mercancías. Un tipo de traba que puede ser muy incordiante y que el Banco Mundial encuadra en un convenio específico (TFA). Una vez que Portugal ha empezado a superar sus problemas económicos, la UE, que fue la que financió esas autovías, debería preocuparse por la pervivencia de medidas que dificultan el comercio y el turismo.

Pero siempre aparecen razones para mantener los peajes. La primera es general, a los Estados les encantan los impuestos fáciles de recaudar y no parece preocuparles que, como en este caso, su supresión ayude al crecimiento económico de la zona y produzca, en último término, más recaudación a través de otros capítulos. La segunda es menos confesable y ya la hemos denunciado aquí: a Lisboa siempre le tienta obstaculizar una mayor integración entre Galicia y Portugal, que coloca a Oporto, la ciudad con que compite, en el centro de la fachada atlántica peninsular y a ella la sitúa en un incómodo sur.

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