El sistema autonómico fue diseñado con criterios dispares sobre las antiguas regiones, que tenían poca relevancia administrativa en tiempos de Franco porque se priorizaba la división provincial, la que ama el centralismo. En algunos casos, la transición permitió que las regiones se dividieran. Pasó con Albacete que cambió de Murcia a Castilla la Mancha, tiene sentido geográfico y servía además para compensar algo a la meseta sur por perder su activo más valioso, la provincia de Madrid, probablemente el mayor error de diseño del sistema. La capital creada por un monarca, lejos del mar o de un río navegable, tiene tendencia a actuar como gobierno paralelo al nacional y se pasa el tiempo hablando de España.
Las regiones de la meseta norte, las que portaban los nombres de los antiguos reinos de León y Castilla, fueron las únicas en fusionarse. La capital se situó en Valladolid, la ciudad más grande. Pero se le extrajeron las dos provincias que no formaban parte de ese espacio geográfico, Santander y Logroño, que pasaron a ser comunidades autónomas, Cantabria y La Rioja, en pleno desvarío del “café para todos”.
León pide café desde entonces, quiere su autonomía. El pasado día 16, miles de leoneses (menos de 15.000 según cifras oficiales, 50.000 para los convocantes) se echaron a la calle, apoyados por los principales sindicatos, para pedir una autonomía propia para la provincia, un Lexit. Tuvo escasa presencia en medios. El viejo orgullo de capital de reino asoma y echa la culpa a su nuevo estatus de los problemas que comparte con otras zonas del interior: despoblación, paro, envejecimiento… La agudización de algunos de esos viejos defectos sociales exacerba la protesta para volver a León por un lado y Castilla por otro. Pero es puro localismo, tener más autonomía no solucionará sus problemas, podría incluso agravarlos.
Durante la Transición democrática, daba miedo a los grandes partidos profundizar en un Estado autonómico, pero la presión de vascos, catalanes y, en menor medida, gallegos les obligó a flexibilizarse. El posterior proceso de generalización del modelo dio lugar a excesos. Está bien que Albacete sea Castilla-La Mancha, pero Murcia podría haber sido incluida en Valencia o, mejor, en Andalucía cuya cultura está muy apoyada en el flamenco y la tradición del Cante de las Minas, una de sus mayores manifestaciones, es murciana. Las otras tres escisiones en las mesetas, comentadas más arriba, tampoco tienen mucho sentido.
Tener demasiadas CCAA, además de incentivar las frustraciones de León, ayuda a diluir la importancia política del modelo. Había poco interés en los grupos de implantación nacional por establecer un marco decididamente federal, que sería lo lógico, No tenían más remedio que contentar a las “nacionalidades históricas”, pero también a una capital muy absorbente, que tiene mucho peso en el país. Allí habitan importantes cuerpos de altos funcionarios, el mando del ejército o la propia monarquía, que no suelen gustar de experimentos que consideran divisores de su idea de patria, de cariz jacobino.
De estos equilibrios proviene una organización territorial ineficiente, con provincias, cuando son incompatibles teóricamente con un modelo de descentralización de perfil federal. Y no somos capaces de forzar fusiones de ayuntamientos, aunque sobren miles de ellos. Nuestra organización administrativa es un derroche ineficiente y habría que simplificarla. A los políticos les encantan las fronteras y muchos sitios donde colocar compañeros, los sobrecostes los paga la sociedad civil, incluso la que cobra salario mínimo.