En el reciente acuerdo sobre el Pacto de Toledo, la posible reforma de las pensiones de viudedad fue pospuesta “…hasta que en este país no haya una equiparación laboral entre hombres y mujeres, hasta que no sean siempre las mujeres las que tienen más precariedad laboral, más contratos a tiempo parcial, hasta que no haya una corresponsabilidad real dentro de las casas y tengan a igual trabajo igual salario, hasta que no consigamos acabar con la brecha de género en las pensiones”. Son palabras de la presidenta de la comisión del Congreso para ese pacto, Magdalena Valerio.

Aunque la pensión de viudedad también la pueden cobrar los hombres, cuando se habla de ella se hace referencia a las mujeres. El régimen de Franco las creó en 1955 “ante la sentida necesidad de establecer pensiones para las viudas de los trabajadores”. Fue pensada para protegerlas en una época en que el trabajo femenino estaba peor que ahora en todos los aspectos, empezando por un sistema educativo que aún orientaba a las mujeres a ser madres y amas de casa, antes que otra cosa.

Cuando se crea un sistema retributivo público para proteger a una parte de la población, ocurre con frecuencia que el propio sistema refuerce la situación que quiere paliar y retrase la evolución de la sociedad hacia un contexto que haga innecesaria la protección. Si el que cotiza es el varón, él garantiza la pensión del día de mañana, que se prolongará en una de viudedad si fallece antes que su pareja. Hay en ello un mensaje subliminal de que es importante cuidar al hombre de la casa para que esté bien de salud y alcance el período de cotización necesario para lograr una retribución suficiente de por vida.

En ese marco tradicional, la profesión que él desarrolla es el centro de las preocupaciones. La mujer puede sacarse unos euros en trabajos que no tienen por qué estar bien remunerados, o que incluso se desarrollen en la economía informal, que en España tiene una dimensión a todas luces excesiva. La “Sra. de” no está para los temas materiales y si lo que obtiene es libre de impuestos, mejor. Aunque no cotice. Una mentalidad, demasiado frecuente, que agrava situaciones de marginalidad laboral y tiende a acarrear excesos de explotación en horarios y otras condiciones de trabajo.

La dependencia de los hombres en el plano económico tiene más efectos no deseables: ayuda a un sometimiento de hecho y a aguantar demasiado las situaciones de acoso e incluso de violencia física. La pensión de viudedad refuerza un marco de relaciones injusto que, en parte por ello, cambia demasiado despacio. Las razones que alega la Presidenta de la Comisión del Pacto de Toledo para mantener la pensión de viudedad, se pueden tomar para argumentar también lo contrario de lo que ella defiende al enumerarlas.  

La libertad de las mujeres, a las que el libro que me sirve de base define como el principal reto de la Humanidad en este siglo, mejorará si se inicia una supresión programada de la pensión de viudedad, a medio plazo y respetando las situaciones existentes. Fue creada, en épocas afortunadamente olvidadas, para compensar la docilidad, la dedicación a la familia y la marginación en el mercado de trabajo.

Hay que pensar de forma diferente y ayudar a que las féminas peleen por aprovechar todas sus oportunidades, por un trabajo digno acorde a sus ambiciones y posibilidades y dentro de la economía formal, donde se paguen impuestos y cotizaciones que garanticen una futura pensión propia. La dinámica que se producirá con la desaparición de la pensión de viudedad mejorará la salud de la Seguridad Social, no sólo por el ahorro de esa prestación, también porque habrá más cotizantes gracias a la presión de las mujeres para tener un trabajo digno. Lo que intenta garantizar el Pacto de Toledo.

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