Las ciudades libres defienden la democracia

Corren tiempos en que el modelo de organización social dominante, el Estado nación, se ve sometido a presiones cada vez más intensas sobre sus instituciones y su soberanía, a consecuencia de la globalización, que, además del fuerte intercambio comercial, incluye crecientes movimientos de personas y de información. Lo que tiende a excitar muchos sistemas nerviosos anclados al poder tradicional, que promueven vueltas atrás para reforzar fronteras y reivindicar patrias.

En paralelo, esos mismos cambios impulsan el crecimiento de las ciudades. El medio rural se va desertizando y las urbes crecen sin parar. Es como si la menor capacidad de influencia de los Estados estuviera devolviendo protagonismo a las ciudades. Ellas lideran el desarrollo cultural y científico y, al mismo tiempo, son las que sufren directamente el impacto de los movimientos de población que los Estados no consiguen regular. Algo que  somete a sus autoridades a tensiones y problemas desconocidos en seguridad y prestación de servicios, pero que, al mismo tiempo, las dota de mayor diversidad y aumenta su influencia internacional y su papel de motores de la innovación.

Unos modelos de organización humana se debilitan, otros se refuerzan. No volveremos a la ciudad-estado de la Grecia clásica como solución generalizada, pero debemos pensar que fue en ese tipo de ciudades donde nacieron las primeras democracias, impulsadas por la diversidad que promovía el comercio en el Egeo y el Mediterráneo. La cumbre de aquel proceso histórico la marcó Roma, ciudad-estado por excelencia, que dominó esta parte del mundo e impulsó nuevos modelos de organización social.

En siglos posteriores, hay muchos ejemplos del relevante papel de los burgos primero y de las urbes después en el desarrollo de sistemas que promueven el imperio de la ley. Ahora pasa algo similar. Hace unos días veíamos como Estambul, la vieja Bizancio, la gran capital del Mediterráneo Oriental, le paraba los pies al Presidente Erdogan, en unas elecciones municipales repetidas, y frenaba su ambición acaparadora de poder. Estambul no  es la capital de un Estado, como tampoco lo es Nueva York, que ejerce de líder mundial en muchos temas de importancia. Tampoco lo es Hong Kong donde, 30 años después de la masacre en Tiananmen,  se le está volviendo a echar un pulso serio al totalitarismo del PC Chino y de su líder Xi Jing Ping. Ciudades que defienden valores que compartimos.

Hemos citado casos de ciudades con mucha autonomía, que no son capitales de Estado pero que vuelven a ser agentes relevantes para la dinamización democrática y la adaptación de los países a las reglas de juego que la globalización impulsa. Por contra, cuando hay una excesiva convergencia del modelo en crisis – el  Estado moderno- y una urbe importante, el resultado puede ser contraproducente, como nos recuerda el ejemplo extremo de Singapur, la gran ciudad-estado de hoy, donde prevalece un sistema político autoritario.

En España, que es un país democrático, también sufrimos tensiones derivadas del protagonismo que van adquiriendo las ciudades. Muchos de los problemas que nos preocupan vienen de una especie de Madrid-Barça político. Aun tomando en cuenta  los errores y exageraciones que las partes enfrentadas cometen, incluidas  las proclamas nacionalistas de todo tipo, no podemos olvidar que Barcelona es nuestro Estambul, es una ciudad de proyección internacional. Es la capital del Mediterráneo Occidental y demanda más protagonismo y más diversidad.

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