España está dando un lamentable espectáculo con el aplazamiento indefinido de la renovación del Consejo del Poder Judicial. Llevamos más de 1000 días de retraso en actualizar la composición de uno de los organismos básicos de la división de poderes. Un tema serio que conecta con el crecimiento de la confrontación partidaria en los países democráticos. Los menos liberales, como Polonia o Hungría, quieren restringir mucho la independencia judicial y se enfrentan a la UE para implantar reformas constitucionales poco compatibles con los principios que inspiran la construcción europea. Se intenta convertir el sistema judicial, incluso la jurisdicción ordinaria, en una segunda cámara  para filtrar y aprobar, o no, todo tipo de legislación y medidas gubernamentales que disgustan a una oposición que ha conseguido mantener su alta influencia en ese canal.

Los partidos conservadores son más dados a estas prácticas. Primero, porque los miembros de la judicatura, especialmente en donde forma un aparato funcionarial único, tienden a estar más cercanos a estas posiciones y no desean alteraciones en la relación de fuerzas. Segundo, porque las tensiones que están en la base de la creciente confrontación política se relacionan, como se explica en mi ensayo, con la difícil adaptación de los estados nación a un contexto más abierto, las fronteras de todo tipo se vuelven demasiado permeables para las ideas más tradicionales. En España, donde la identidad nacional predominante tiene un fuerte componente uniformizador, la tensión es muy palpable.

La solución que propongo, en el libro y en alguna entrada anterior, es la única que puede funcionar. Todo lo demás son tinglados controlados, incluida la solución de que sean los propios jueces los que elijan a sus dirigentes, por lo dicho de las tendencias predominantes en los aparatos funcionariales, una línea corporativa que gusta a la derecha menos liberal. Tampoco se debería admitir la prórroga indefinida de los elegidos al superarse el plazo para el que fueron nombrados.

Es necesaria una segunda vuelta que fuerce la renovación manteniendo el peso de los representantes elegidos por el pueblo. Dentro de ella, los bloqueos se superarían introduciendo un factor aleatorio limitado. Se establecería un plazo máximo, seis meses por ejemplo, para que el Parlamento, con las mayorías requeridas, elija a los sustitutos de los miembros del Consejo del Poder Judicial o del Tribunal Constitucional que hayan finalizado su mandato. Transcurrido ese plazo, la elección se haría por sorteo entre candidatos, con un máximo de tres o cuatro elegibles por puesto a cubrir, propuestos por los grupos parlamentarios en función de su peso en las cámaras, con un filtrado previo de idoneidad realizado por una comisión independiente.

Estamos ante uno de los más graves problemas institucionales de muchas democracias del S XXI. El factor aleatorio en segunda vuelta aflojaría el peso decisorio de los partidos políticos sobre el tercer poder y fomentaría los acuerdos previos por miedo a lo que pudiera ocurrir en un sorteo. Sobre todo, si uno de los elegibles fuera seleccionado por una agrupación de partidos alejados del juego de las grandes tendencias.

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