La soberanía de las naciones nunca fue todopoderosa, siempre había que tener en cuenta a otros, realizar alianzas y negociar acuerdos, so pena de meterse en conflictos. Pero ahora se hace necesario ir más allá, desgastando la soberanía de forma institucional, reduciendo excesos si queremos gestionar adecuadamente los problemas globales que afectan a todos los que nos paseamos por el planeta, de la economía a la ecología, pasando por la solidaridad, la diversidad y la libertad.

La aprobación por el G7 de un impuesto de sociedades mínimo, a aplicar a las empresas multinacionales y que se recaude en cada país donde operan, es un avance para componer un mundo menos nacional y, por tanto, más racional, como se señalaba en la entrada anterior. Ha ocurrido porque los Estados necesitan desesperadamente aumentar sus ingresos para hacer frente a las consecuencias de la epidemia de coronavirus. Las circunstancias extremas ayudan a acabar con los abusos de pequeños países que juegan con su soberanía sobre el registro mercantil para captar, ofreciendo rebajas fiscales agresivas, domicilios e impuestos de grandes corporaciones que generan sus beneficios en otros lugares.

La soberanía sobre un territorio en cuyo interior se hace lo que a cada cual le interesa está siendo sometida a creciente presión por una realidad social que desborda fronteras. En la Unión Europea, ya sin el Reino Unido que ha preferido retirarse a sus sacros lares, la necesidad de elaborar una política exterior común que refleje sus valores de democracia, diálogo y pacto, se enfrenta a la resistencia de algunos populistas del antiguo espacio integrado en la URSS, que llevan poco tiempo disfrutando de una verdadera soberanía nacional y están aún en la fase de profundo enamoramiento de la patria recuperada.

El caso más relevante es el de Viktor Orbán, primer ministro de Hungría desde 2010 que ya lo había sido antes del 1998 al 2002. Tiene una deriva autoritaria que le lleva a tomar medidas para limitar la libertad de expresión o la capacidad de control y supervisión de los poderes constitucionales que molestan a su ejecutivo. Esas actitudes le han costado la expulsión de su partido, el Fidesz, del grupo popular en el parlamento europeo, que agrupa a las formaciones conservadoras. También le resulta incómodo apoyar cualquier condena conjunta de la UE a sistemas con cariz totalitario, un saco en el que caben temas diversos, como las interferencias de Vladimir Putin en países próximos, los excesos del gobierno israelí en Gaza o los del chino en Hong Kong, que ya es un caso extremo.

El pataleo por las sanciones europeas a sus excesos contra las reglas del juego democrático lo ejerce con el veto a las resoluciones que propone el Alto Representante de Política Exterior, el español Josep Borrell. Gracias a esa insistencia, la UE, impulsada otra vez por Alemania, busca mecanismos para limitar ese derecho al veto de los Estados soberanos en el campo de las relaciones exteriores. No duden que los encontrará y avanzaremos en el difícil camino de construir un sistema institucional común “más allá del Estado nación”, título del último capítulo del libro que inspira estas páginas.

En esa dirección, la presión de la política fiscal consigue progresos como la autorización para emitir deuda pública europea, la creación de una fiscalía para perseguir delitos financieros que afecten a varios Estados o la preparación de una directiva que obligará a las grandes empresas a detallar por países sus obligaciones fiscales. Cada día es más necesario explorar ese espacio político nuevo, para evitar que el mundo siga desordenado por la guerra de guerrillas de pequeños países y, al mismo tiempo, sometido al dominio de los muy grandes, demasiado centrados en sí mismos y propensos a incrementar la fuerza militar. Llevará tiempo, Hungría es un caso paradigmático porque intenta torpedear cualquier avance, ahora también se alinea con Irlanda y Holanda para evitar que Europa aplique el impuesto mínimo de sociedades acordado en el G7.

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