Los estados nación se construyen sobre fronteras inamovibles,  “embalses de poder” como las define mi libro. Los aparatos políticos tienen mucho cuidado con que en ellas no haya espacios dudosos. Los límites sobre el mar complican el esquema. No se pueden colocar mojones, muros y aduanas, por eso ponen nerviosos a todos. El Mar de China es ahora un buen escenario de las posibilidades que brinda el océano para ampliar zonas de dominio, con la potencia que le da nombre reclamando islotes diversos para empujar su soberanía hacia el sur.

En Europa, donde se inventó y exportó el estado nación, las fronteras marinas son ahora un sensor de las tensiones liberadas por la decisión del Reino Desunido de recuperar todas sus competencias para ser un estado nación tradicional, fuera de los compromisos de soberanía que implica la Unión Europea. Observo el tema de Irlanda con  interés porque el acuerdo de salida es complicado de aplicar. Como parece obvio y ya he analizado en otras entradas, si el Reino Desunido quiere recuperar su espacio comercial soberano, tendrían que limitarlo a la isla principal, estableciendo una frontera marítima con Irlanda del Norte, cosa intolerable para los unionistas radicales. Caso contrario, la frontera debería situarse en el interior de Irlanda e incumplir el tratado de salida y el Acuerdo de Viernes Santo, firmado por la República de Irlanda y el Reino Unido y garantizado por la UE, que en 1998 terminó con los enfrentamientos entre católicos y protestantes del Ulster.

Otra manifestación de histerias patrióticas provocadas por fronteras flotantes son los líos entre franceses y británicos por los pesqueros que quieren operar en uno u otro sitio, más o menos cerca de la costa o de esas islitas (paraísos fiscales) que los ingleses tienen por la zona. La pesca es la principal actividad económica en aguas marítimas, además de la de extraer petróleo o gas,  que también provoca tensiones en muchos lugares. Pero las explotaciones de ese tipo son más fáciles de controlar. La pesca se realiza desde embarcaciones que andan de un lado para otro y se pueden meter en aguas prohibidas casi sin darse cuenta. Además, si hace falta, operan de noche. Por eso crean conflictos, incluso entre dos países para los que esta actividad tiene un peso irrelevante en su PIB. Se trata del sacrosanto ejercicio de la soberanía nacional, el eje de muchos enfrentamientos y debates que bloquean soluciones razonables para  mejorar la convivencia en este poblado mundo.

Mi vinculación a Galicia, la primera región pesquera de la UE, y mi curiosidad por las reglas de ejercicio del poder, me hacen estar atento a los conflictos que provoca una actividad que los gallegos desenvuelven en todos los océanos. Especialmente desde que en 1991 me ocurrió una anécdota curiosa. Asistía a un curso sobre banca internacional en el St. John´s College de Cambridge y en una de las comidas me senté enfrente de un noruego. Por hablar de algo, le pregunté cual pensaba que sería el resultado del referéndum que su país iba  a convocar sobre su posible entrada en la UE. Me contestó que ganaría el no. Ante mi curiosidad por las razones se limitó a espetarme: “porque queréis pescar nuestros peces”. Sabía que yo era español y tenemos fama de capturar mucho pescado. Patria, fronteras, mar y pesca, forman un combinado que mueve sentimientos fáciles de manipular por los patriotas de siempre y recoge muchas contradicciones del mundo actual.

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