El julio del 2021, la OCDE llegó a un acuerdo muy mayoritario para aplicar un tipo mínimo del 15 % en el impuesto de sociedades a las grandes multinacionales, especialmente las tecnológicas. Además, se pretende obligarlas a que tributen en cada país donde operan. Lo acordado era empezar en 2023, el mes pasado la OCDE aplazó el objetivo al 2024.

Aunque un año de retraso no parece un grave problema en un asunto transcendente, la alarma suena porque es síntoma del poder de los contribuyentes afectados. Los lobbies en Bruselas y Washington aprovechan grietas legales y políticas para debilitar el frágil consenso logrado. Los grandes países tienden a defender a sus principales empresas, algunos pequeños juegan a atraerlas con rebajas fiscales y gobiernos de la ultraderecha, como el de Hungría, obstaculizan la aplicación de los acuerdos, consideran que subir impuestos a los poderosos es cosa de “rojos”. Las posibilidades de frenar las medidas o, al menos, de aparcarlas bastante tiempo aumentarán si, como prevén algunas encuestas, en las elecciones de noviembre los republicanos se hacen con el control de una o ambas cámaras legislativas en los EEUU.

Es la peor noticia económica del verano. En primer lugar, porque la sucesión de problemas graves (covid, invasión de Ucrania, crisis energética, ola de calor, inflación inducida) requieren una mayor intervención de los Estados para proteger las estructuras productivas y las capas de población más débiles. El déficit público ha crecido en exceso en muchos países y es necesario equilibrar los presupuestos anuales con nuevos ingresos. Esa es la fuerza coyuntural que respalda el consenso en la OCDE y el G20 sobre la tributación de grandes compañías. Es lo que está en peligro a corto plazo por el posible aplazamiento de las medidas acordadas para fijar un tipo mínimo del impuesto sobre los beneficios. Empujados por esa necesidad imperiosa, los principales países de la UE siguen presionando para establecer esa tasa común del 15% en el 2023. Aún podría revertirse en nuestro continente la peor noticia del verano.

Deberían preocuparnos aún más las consecuencias a largo plazo. Vivimos en un mundo muy poblado e interconectado donde la principal estructura institucional, el estado nación, hace aguas. Su incapacidad para solucionar problemas que desbordan las fronteras provoca tensiones internas que sirven de base a soluciones políticas de vuelta atrás. En consecuencia, los desafíos globales de la Humanidad, cada vez más acuciantes, se van aparcando con grave riesgo. Lograr que los más poderosos en el plano económico colaboren de forma adecuada a sostener los servicios públicos es el reto más importante que tenemos delante, junto al de ponerle freno al calentamiento global.

La poca aportación fiscal de grandes empresas y fortunas es una tragedia colectiva. Consiguen habitar un espacio por encima de las competencias de Estados concretos y se mueven entre ellos según sus conveniencias. Un fallo intolerable para la justicia distributiva que debe acompañar el diseño del sistema fiscal en un estado de derecho. También es causa de graves ineficiencias en el funcionamiento de los mercados, porque las principales multinacionales se las arreglan para pagar menos impuestos que las empresas de menor dimensión, de entre las que deberían surgir las que pudieran llegar a desplazarlas. Cada vez son mayores y acumulan más poder, una dinámica que se retroalimenta por la incapacidad del aparato político para hacerles pagar lo que deberían.

El proceso termina por debilitar a las clases medias. Son el objetivo más fácil para la voracidad recaudatoria, se concentra en exceso en ellas la creciente presión fiscal y se van encogiendo. El declive de la burguesía y el aumento de las diferencias sociales, empujados por un sistema contributivo cada vez menos justo, son la base del populismo y del declive de la democracia en muchos países.

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