En la vida de cada uno, y también en la de las organizaciones sociales, muchos de los problemas que abordamos pueden verse como oportunidades, porque son consecuencia de algo que hacemos mal, de algo que tenía sentido en épocas anteriores pero que ahora no lo tiene y es perjudicial. Pasa con la OTAN, la invasión de Ucrania por Rusia es síntoma de problemas derivados de la nueva situación internacional que deberían abordarse de forma diferente a como lo venimos haciendo.
La organización defensiva de países próximos al atlántico norte se creó en 1949 como respuesta a los retos que presentaba la división del continente europeo en dos bloques, el occidental democrático y el oriental, la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), de línea comunista, y dominado por Rusia. La OTAN fue un éxito, impidió que la URSS pudiera expandirse mediante invasiones, aunque utilizó sus ejércitos contra rebeliones internas (Budapest 56, Praga 68) y se disolvió en el 89, al no poder evitar la caída del Muro de Berlín.
Cuando nació la OTAN, el proceso de construir la Unión Europea no había dado sus primeros pasos. Hoy, la UE es una realidad y la situación mundial es diferente. Subsisten dos grandes potencias autocráticas, Rusia y China herederas del comunismo, que aún plantean desafíos militares. Son variables de fascismo que encuentran apoyo en movimientos populistas que propugnan vueltas atrás en países de régimen democrático.
La invasión de Ucrania por Rusia es un grave problema que podría convertirse en oportunidad, porque pone sobre la mesa la necesidad de una defensa común europea, algo sobre lo que la UE está empezando a trabajar de forma discreta. Europa debe jugar un papel relevante en el mundo actual, como ejemplo de superación de las limitaciones del modelo de estado nación mediante la cooperación entre países vecinos, basada en el libre comercio, el respeto a las normas democráticas y la protección de los derechos humanos. Pero no podrá hacerlo con la independencia necesaria mientras esté subordinada a los EEUU y sea vista por el resto como una simple extensión del “tío Sam”.
La reciente cumbre de la OTAN, celebrada en Nueva York los días 9, 10 y 11 de este mes, resultó un espectáculo del pasado, con las típicas fotos colectivas. También por la imagen del presidente del país anfitrión, un anciano al que le falla mucho la memoria, y por la actitud del presidente rotatorio del Consejo de la UE, el húngaro Víktor Orbán, un populista de instinto autoritario, que después de haber realizado sus primeras visitas internacionales en su nuevo cargo a Vladimir Putin y Xi Jin Ping, se apresuró, durante su estancia neoyorquina, a reunirse con Donald Trump, tan nacionalista como los anteriores, y hablar del interés de ambos en abrir una salida a la crisis ucraniana que pudiera tener el aval de Putin. Es decir, dejándole parte del territorio conquistado. Ambos se sienten más próximos a él que a Zelenski.
El mundo de hoy requiere una Europa que no dependa de los intereses de la primera potencia. Para ello, necesitamos una defensa común, lo acaba de subrayar anteayer la presidenta de la Comisión, Ursula von der Leyen, durante su discurso ante el Parlamento en el acto de toma de posesión de su segundo mandato. Europa debe aprovechar las dificultades actuales para avanzar en su autonomía estratégica ya que su papel, hacia dentro y hacia fuera, tiene mucho valor y tendrá aún más si Trump vuelve a ser presidente. Compartir la defensa es ahora su principal reto, pero supone enfrentarse a aparatos político burocráticos con mucha capacidad de frenar lo que tienden a ver como un intento de desplazar su poder. Así funciona la vetocracia que siempre intenta inmovilizarnos y a la que me he referido en mi ensayo y en entradas anteriores.
La OTAN es ahora una alianza militar contra Rusia. Tendría que haberse disuelto cuando cayó la URSS. En eso Putin tiene razón y le sirve para justificar agresiones militares para ampliar fronteras en el ámbito del caído imperio soviético. La organización es un potente aparato con capacidad para auto justificarse permanentemente, a lo que ayuda el expansionismo del líder ruso. Ambos se retroalimentan, a ninguno le interesa que la UE tenga capacidad propia de autodefensa.
Los ejércitos nacionales de los países europeos, muy queridos por los patriotas que vuelven a tener mucha influencia, son también aparatos poderosos a los que la idea de desfilar bajo una bandera común produce reacciones alérgicas. Eso explica, por ejemplo, que el mercado único, la base del desarrollo europeo, haya afectado poco a la producción de armamento, demasiado fraccionada por el celo nacional, que obstaculiza que las empresas de ese ámbito puedan fusionarse o compartir procesos con las de otros países. Como consecuencia, estamos quedándonos atrás en el desarrollo de un sector estratégico. Mal que les pese a los patriotas, lo que consiguen, al final, es debilitarnos, hacernos más vulnerables y dependientes de lo que nos venden los EEUU o Israel.