Del populismo en general, al que no le gusta que le lleven la contraria. El de izquierdas tiende a expandir la capacidad de gasto del Estado muy por encima de lo que recauda. El crecimiento de la deuda alimenta las devaluaciones y la pérdida de confianza en la moneda. Se acude a una refinanciación, tutelada por el Fondo Monetario Internacional, que puede incluir una quita en los casos más desesperados. El problema subsiste cuando la cultura política no cambia y, al poco, se reinicia el proceso.

La Argentina es adicta a esta droga de exceso de gasto, poca recaudación y presión social para mejorar a los desfavorecidos. El peronismo es la variante populista del país, ahora dividida entre el presidente Fernández y la vicepresidenta Fernández. Unas recientes elecciones primarias anuncian que las legislativas del 14 de noviembre van a suponer un fuerte correctivo para ellos y perderán la mayoría parlamentaria. Cristina, el poder en la sombra, carga la culpa en el presidente Alberto. Éste ve peligrar su puesto y aboga por lo de siempre: inyectar dinero en la economía mediante la subida del salario mínimo, aumento de las pensiones y refuerzo de la asistencia social. La inflación, por encima del 50% anual, es la primera causa de descontento de la ciudadanía y no recomienda estas políticas, pero lo importante es pasar las elecciones, conservar el puesto y luego ya se verá.

El populismo de derechas no lo hace mucho mejor. Dos autócratas vocacionales, de piadosa línea conservadora, los presidentes de Brasil y Turquía, se están ahogando en el mismo charco, aunque con menos agua por ahora. No son capaces de sujetar los precios. Presumen de ser más serios con las cuentas públicas y de apoyar a las empresas para fomentar la inversión y el empleo. Pero, por una interpretación limitada de esa política, no les gusta la subida de los tipos de interés cuando aparecen las tensiones inflacionistas a las que sus países son propensos. Les da miedo que frene el crecimiento económico ante un proceso electoral próximo y siempre hay alguno.

Erdogán, un enemigo de las tasas de interés altas, se quitó de encima hace unos meses al presidente de su banco central porque no quería que las subiera para frenar la inflación. El actual, Sahap Kavcioglu con una inflación anual 19,25% (0,25% por encima del generoso objetivo que puso el Presidente) debería considerar una subida del interés básico a un nivel algo superior. Pero hace lo contrario, bajarlos al 18%. Tiene miedo a que lo despidan como a su antecesor. La lira turca seguirá devaluándose y empujando la inflación.

Brasil anda con problemas similares, una subida de precios interanual (9,7% en agosto) más baja que la de Turquía, pero con riesgo de entrar en estanflación, es decir alto desempleo e inflación, porque el PIB bajó un 0,1% en el segundo trimestre. Roberto Campos, presidente del banco central, quiere subir el tipo de interés del 5,25 al 6,25%. Algo más va a necesitar, porque una prolongada sequía y las bravuconadas del Presidente están haciendo perder la fe de los acreedores. La pérdida de valor del real brasileño se acelera, incentivando la inflación interior y con perspectiva de mantener el bajo crecimiento, que se situaría, según las previsiones, en un débil 1,6% en el 2022. Con la deriva autoritaria de Bolsonaro, su caída de popularidad y su afición a rodearse de militares, la vuelta de Brasil a un sistema totalitario puede estar cerca.

En un plano general, es muy preocupante la tendencia al alza del precio de los alimentos originada por algunas malas cosechas y la subida del coste del trasporte marítimo. Una amenaza grave en países pobres que mantienen un nivel alto de malnutrición y son además los más vulnerables a la pandemia del covid 19 por no tener suficiente acceso a las vacunas que acaparan los países más ricos.

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