Hace un año empezaron las protestas de los “chalecos amarillos” en Francia por la subida de los impuestos a los combustibles, que obligaron al presidente Macron a aplazar la medida indefinidamente. En Ecuador, la decisión del gobierno de retirar las subvenciones a los carburantes, a principios del pasado octubre, provocó una huelga general, protestas masivas, bloqueo de carreteras. El Presidente Lenin Moreno recurrió al ejército para retomar el control de la calle, pero no lo consiguió y tuvo que retirar la medida que había incendiado el país.

El aumento de las diferencias de ingresos ha ido expulsando a una gran parte de la población hacia barriadas alejadas del centro de las ciudades. No se pueden permitir el coste de la vivienda en el núcleo urbano y necesitan desplazarse cada día a sus lugares de trabajo. Cualquier aumento de precios en el transporte impacta directamente en su poca capacidad económica y levanta la ira de muchos, que se echan a la calle. Esto pasa también en el medio rural, donde las distancias y los trabajos agrícolas obligan a utilizar vehículos a motor.

El problema afecta a los países mencionados, tan distantes entre sí por nivel de desarrollo y de prestaciones sociales, y también a otros muchos. La desigualdad se convierte así en un obstáculo para frenar el cambio climático, que exige reducir las emisiones de CO2. El fuerte rechazo popular al aumento de precios del transporte establece límites a la política de desanimar, vía precios/impuestos, el uso de vehículos a motor.

En el análisis hay que tomar en cuenta los altos niveles de déficit público de muchos países, que limitan la acción del gobierno para implantar medidas que mitiguen los problemas de los menos favorecidos. Los servicios públicos son el mejor mecanismo para combatir la desigualdad, pero hay que financiarlos. Como consecuencia, aparece en Francia la tentación de aplicar más impuestos a los combustibles fósiles, que se pueden calificar de ecológicos (más fáciles de “vender” a los afectados).

En Ecuador el asunto es más serio, porque se trataba de eliminar las subvenciones a los carburantes, una mala práctica heredada de tiempos alegres en precios y derroche de combustibles. Esta política existe también en otros países menos desarrollados, donde es fuente de graves problemas fiscales, que les hipotecan para tratar de realizar mejoras sociales, y fomenta un uso irracional del transporte y un aumento de la contaminación.

Es una madeja complicada de deshacer. La desigualdad es la clave, en el libro le dedico mucho espacio y explico que hay medios para dar más capacidad fiscal a los Estados (combatir paraísos fiscales, coordinar políticas recaudatorias y fomentar la desaparición de los billetes). También advierto de que una mayor recaudación, que se necesita para dar servicios sociales, no debe llevarles a hacer crecer aparatos burocráticos caros, ineficientes y propensos a la corrupción y el clientelismo. Se proponen medidas para controlar esa peligrosa deriva.

Los casos a los que me he referido resaltan la limitaciones a las que nos enfrentamos para intentar resolver los principales problemas ecológicos, si no se aborda previamente la disminución de los crecientes desequilibrios sociales. La lucha contra la desigualdad es el desafío más importante que tiene la Humanidad y, como vemos, afecta a todo, desde al cambio climático al prestigio de las democracias basadas en la libertad y la solidaridad. Si no se aborda con éxito este reto, que también está debilitando a las clases medias en muchos lugares, ascenderán viejas soluciones populistas en ambos lados del espectro político, que traerán menos libertad, más tensiones militares y más pobreza. Está pasando en España, las provincias menos desarrolladas son las que más tienden a votar a Vox.

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