Lo de levantar paredes para frenar a los extraños es una práctica con largo recorrido, el ejemplo más depurado es la Gran Muralla china. A estas alturas de la Historia, la tendencia sigue evolucionando y desarrollando nuevas tecnologías cuando pensábamos ingenuamente que éstas servían sobre todo para acercarnos a los demás.

El Gobierno de España acaba de anunciar que va a retirar las dañinas concertinas de la valla de Melilla pero que, a cambio, subirá su altura en un 30 %. El lugar es un residuo histórico, junto a la de Ceuta son las únicas fronteras terrestres que Europa conserva en África. Por su parte, el Presidente Trump sigue levantando su “infranqueable” muro frente a Méjico, les costará miles de millones que no pagarán los mejicanos. Una rígida barrera entre territorios que, cuando España dejó la zona, eran el mismo país. Hay muchos más casos.

El fin de los imperios coloniales, la desaparición de administraciones desplazadas para obligar a los sometidos a acatar las órdenes de los colonizadores, han creado condiciones nuevas, en las que mi libro se detiene bastante porque es la raíz de mucho de lo que está pasando y no hay precedentes que nos sirvan de referencia.

Los más humildes se busca la vida y, si no son capaces o no les dejan ir tirando con lo que pueden vender a los más desarrollados, cogen el petate y emigran. Lo que, casi siempre, les representa un enorme gasto y un gran riesgo físico. A los que escapan del hambre se añaden los que huyen de las guerras (900. 000 desplazados en Siria estos días).

Me canso de repetirlo: los que ponen obstáculos al comercio están obligados a armarse y a levantar muros a las personas. Pero, por muy altos que éstos sean, ellas seguirán llegando y muchas morirán en el camino.

Los muros son síntoma de que no somos capaces de atacar los problemas de base de una Humanidad más integrada. En el epílogo del libro cito una frase que Emmanuel Kant escribió en 1795 y que, si la escribiera hoy, sería considerada por la mayoría como obra de un iluso: “los hombres no pueden diseminarse hasta el infinito por el globo, cuya superficie es limitada, y, por tanto, deben tolerar  mutuamente su presencia, ya que originalmente nadie  tiene mejor derecho que otro a estar en determinado lugar del planeta”.

Vamos en dirección contraria, con el aplauso de los que defienden sus privilegios, aunque sean pequeños, y la manipulación de los que construyen su poder tras las fronteras. Los muros no son la solución. Tomados en sentido amplio, son el problema.

Estos días pasados escribía sobre las barreras sutiles que crean los aparatos burocráticos cuando las fronteras tradicionales se diluyen, dentro del proyecto europeo, y temen perder competencias. El tema de hoy es mucho más duro pues lleva millones de toneladas de hormigón y acero , pero la raíz es la misma: la defensa de privilegios.

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