Parece que los supervisores de la competencia empiezan a preocuparse en serio de lo que hacen las grandes compañías que han crecido en Internet. Es necesario crear una legislación específica que les ayude.

Los fiscales generales de los 50 estados federados de los EEUU acaban de abrir una investigación sobre las prácticas anticompetitivas que, al parecer, realiza Google. En la nueva Comisión Europea, Margarethe Vestager mantiene la cartera de competencia y asciende a una vicepresidenta ejecutiva para la Europa digital. Tiene experiencia y ya ha demostrado que está dispuesta a intentar meter en cintura a los gigantes de Internet.

Son buenas noticias. Pero, en el marco regulatorio actual, la acción de las autoridades competentes en cada país está limitada. Habría que avanzar un paso más y reforzar la legislación que regula la competencia en el ciberespacio, donde la información viaja a la velocidad de la luz y prácticamente no existen las fronteras.

El Estado nación, el modelo institucional extendido por todas partes, está desgastándose y le cuesta digerir el nuevo reto. Necesitamos regulación coordinada entre los principales actores internacionales. La explosión del mundo virtual constituye el mejor ejemplo de que la dimensión y la interconexión de las sociedades actuales exigen cambios significativos en las reglas de juego institucionales de las que nos habíamos dotado en los siglos anteriores. Lo explico desde el primer párrafo del libro, porque es la razón última de haberlo escrito.

Nos jugamos mucho con el marco de competencia de las compañías que operan en la red de redes. Los economistas clásicos ya denunciaban la tendencia del capitalismo a generar monopolios. La economía de mercado no funciona sola, la voluntad de acaparar poder es insaciable y se vuelve muy peligrosa cuando se acumula en exceso. Internet, situada más allá de la capacidad regulatoria de cada Estado, se ha convertido en un espacio salvaje, dominado por gigantes que abusan de su fuerza

Necesitamos reglas de competencia eficaces que respondan a la realidad de los nuevos mercados basados en ingentes transferencias de datos, como antes las habíamos necesitado en la siderurgia, el transporte, la industria química… Los excesos de poder en este ámbito (manipulación, censura) rebasan los problemas de precios excesivos que generan los monopolios tradicionales y ponen en riesgo valores básicos de convivencia.

No es fácil diseñar esas normas, en gran medida porque los que se benefician de la situación actual tienen mucha influencia y se resistirán. En terminología del libro (capítulos 1, 2 y 3), confluyen aquí, a escalas desconocidas antes, el “poder del dinero” y “el poder de la palabra” que además escapan al poder de los aparatos regulatorios. 

Hay que aprovechar la experiencia acumulada en acciones legales que ponen coto a actividades antimonopolísticas. De acuerdo con ello, a continuación expongo las líneas en que debería basarse una legislación que ordene los mercados de servicios en la red de redes y dificulte situaciones de dominio:

Especializar:

Cada empresa, con clara proyección supranacional, debería limitarse a realizar una única actividad en Internet: buscador, red social, moneda virtual, alojamiento, distribución comercial, banca u otras a determinar. Las grandes compañías que operan en el ciberespacio disponen de tantos recursos que pueden comprar o generar actividades nuevas sin cesar, aumentando su capacidad de acumular información e influencia. Deberíamos obligarlas a elegir. Por ejemplo, si tienen una red social no pueden tener una moneda virtual o si gestionan un comercio que vende directamente productos, no pueden, al mismo tiempo, alojar en él a otros comercios. 

Dividir:

Las compañías mercantiles podrán tener una única versión de la especialidad elegida. En el caso de una empresa que tiene varias redes sociales debería dividirse en tantas sociedades como redes y no se les permitiría intercambiar información ni compartir accionistas significativos. Tampoco los que explotan plataformas comerciales o de otro tipo podían participar ni compartir datos con las actividades que se alojan en ellas. Lo mismo vale para otras especializaciones.

Identificar:

En un ámbito tan sensible para evitar los ataques a la libertad de expresión, la desinformación o las agresiones al derecho a la intimidad se necesita saber quién está detrás de cada compañía. Hay que poner límites a las concentraciones de acciones y a las participaciones cruzadas. Puede pensarse en exigir acciones nominativas, con control de instrumentos opacos de agrupación, para este tipo de sociedades o bien que tengan un libro de socios llevado con rigor y abierto a la supervisión.

Intervenir:

Esta palabra da respeto, porque implica una potencial amenaza de que el poder político entre a controlar empresas que le resulten incómodas. Empleo el término sólo para abrir la posibilidad de que una empresa que ha desarrollado un elemento básico para que la Humanidad comparta e intercambie datos (el buscador es el ejemplo más relevante), sea obligada a dejar de ser una sociedad mercantil, compensando a los accionistas, y se transforme en una organización supranacional sin ánimo de lucro bajo control de agrupaciones de interesados y algún organismo público internacional, como, en cierta medida, pasa ya con el propio Internet. Hay experiencia histórica en garantizar servicios públicos en otros sectores básicos (transporte, sanidad, pensiones…) en convivencia con empresas privadas.

Aunque estuviéramos de acuerdo en todo eso, la dificultad radica en lograr ser operativos “más allá del Estado nación” (título del último capítulo del libro). Incluso un Estado tan poderoso y con tanta experiencia en combatir prácticas contra la competencia, como los Estados Unidos, va a tener demasiadas dificultades para regular este sector, que genera allí decenas de miles de puestos de trabajo muy cualificados y dispone de un lobby con mucha influencia en Washington.

Se hace necesaria la presión de la sociedad civil para que los principales Estados y la UE empiecen a trabajar en serio en este asunto.

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