Con dificultades, con algunos recortes en las subvenciones y en las aportaciones de los más ricos al presupuesto común y con prevenciones para los más reticentes, la Unión Europea ha aprobado su plan para afrontar la crisis. Es una buena noticia porque un mercado unificado y una moneda común, aunque no estén todos en ella, exigen soluciones fiscales coordinadas.

Tenemos políticos nacionalistas, instalados en algunos de los llamados países frugales, que intentan imponer a otros su visión de cómo gestionar el gasto público. Tras los acuerdos alcanzados el pasado día 20, parece que no se les permitirá bloquear indefinidamente las medidas acordadas, cuando sean gestionadas desde Bruselas.

En paralelo, se impondrán algunas condiciones a las ayudas a fondo perdido, para tratar de evitar que los países receptores las vuelvan a necesitar por falta de rigor en la gestión del gasto. Otras condiciones, también suavizadas, afectarán a los que ataquen libertades democráticas, especialmente la libertad de expresión, o intenten reducir la independencia judicial. En este caso, se trataría de países del Este que vivieron décadas dentro de la URSS y conservan instintos autoritarios y soberanistas.

Menos mal que tenemos el liderazgo de Alemania y Francia, para aglutinar la Unión en tiempos difíciles como los actuales. Necesitamos especialmente a Alemania, porque además de una economía más sólida, goza de proximidad instintiva con los países frugales y geográfica con los menos liberales, lo que le da una mejor posición negociadora. Hay que aprovechar que este país esté ejerciendo la Presidencia semestral de la Unión y de que lo haga bajo el liderazgo de una canciller de gran prestigio, Ángela Merkel, apoyada por otra mujer de su confianza, Ursula von der Leyen, en la Presidencia de la Comisión.

Europa necesita la UE si no quiere quedar a merced de cualquier temporal que la azote, entregada a los designios de las superpotencias. Todo el debate originado para aprobar el plan de superación de una crisis sin precedentes debería servir para alumbrar líneas de trabajo y prevenciones institucionales que garanticen una mejor gobernabilidad futura de la Unión.

En el ámbito fiscal, el que se va a poner más a prueba ahora, es imprescindible que, junto a medidas que obliguen a la disciplina presupuestaria, más necesarias en los países del sur, se impongan restricciones a los excesos de competencia impositiva a la que son adeptos pequeños países de más al norte, especialmente Luxemburgo, Irlanda y Holanda. No pueden dar lecciones morales cuando actúan como auténticos piratas en la captación de inversiones, abusando de su soberanía para defender intereses inconfesables. 

Los europeos debemos ser conscientes de que la superestructura institucional que estamos construyendo debe adquirir más consistencia. Además de ser necesaria para nosotros, también sirve de referencia a otros que buscan ahondar procesos de integración regional, mediante la negociación y la colaboración, para impulsar el comercio, proteger valores democráticos y reducir tensiones entre países limítrofes.

El mundo actual necesita más y mejores instrumentos de colaboración entre Estados para gestionar problemas de todo tipo. Las estructuras regionales ayudan a levantar mercados comunes, que mejoren la relación entre vecinos y el autoabastecimiento de productos estratégicos. Sirven también para reducir, poco a poco, el excesivo peso internacional de las superpotencias, más proclives al nacionalismo y a equilibrios militares de alto riesgo. 

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