Parte importante de España no cuenta ya con una Diputación Provincial, pero sobreviven 38 de las 50 que la democracia heredó. Han desaparecido las siete que se han convertido en Comunidades Autónomas uniprovinciales, las tres vascas, que son de carácter foral según la disposición adicional primera de la Constitución, y las dos en que se dividían las Canarias.

Esas 38 provincias cuentan con un presupuesto de más de 6.500 millones de euros y 1040 diputados provinciales, cargos de elección indirecta, al servicio de los partidos políticos para completar los ingresos de algunos concejales. Me parece que ha llegado el momento de suprimirlas definitivamente. Sus funciones de apoyo a los pequeños ayuntamientos pueden ser realizadas por las CCAA, como ya ocurre en las uniprovinciales, alguna tan importante como Madrid (6,7 millones de habitantes). Cabe recordar que las CCAA están autorizadas por la carta magna para, si lo precisan, realizar agrupaciones de municipios, darles capacidad legal y llamarlas como quieran. 

A la persistencia de las 38 diputaciones hay que añadir las 50 subdelegaciones del gobierno, los viejos gobiernos civiles que se resisten a desaparecer, y las delegaciones provinciales de diversos ministerios, que, casi siempre, cuentan con estructuras administrativas sobredimensionadas para atender las competencias que les restan. Un montón de gastos ligados a las provincias que se podrían eliminar o reducir mucho, pasándolos de 50 a 17.

La demarcación provincial permanecería únicamente como distrito electoral, pero separada del texto constitucional en una disposición transitoria a la espera de regulación posterior. Esa función es tema de otro debate que no debe interferir con el que debemos iniciar ahora: suprimir la provincia como estructura administrativa del Estado, una vez que se han consolidado las CCAA como división básica del mismo. La lamentable experiencia de su elección como base para la desconfinamiento de la pandemia por COVID-19 (entrada del día 2) nos ha servido para recordar lo inútiles que son.

El Presidente de la Xunta, Alberto Núñez Feijoo del Partido Popular, se refirió a ellas el pasado día 3: “Una crisis como esta debe girar sobre los hospitales, no sobre los palacios provinciales y una división administrativa del siglo XIX”. Sorprende que el Presidente Sánchez haya cometido ese error, cuando él mismo llegó a proponer la desaparición de las diputaciones como hizo su antecesor en el PSOE, Alfredo Pérez Rubalcaba. Un partido tan centralista como Ciudadanos también parece estar en esa línea.

Cuando se redactó la Constitución, las dudas sobre el horizonte que abrían las CCAA sirvió de apoyo para que los más reticentes a los cambios consiguieran meter en ella las provincias. Hoy tenemos las ideas más claras, deberíamos sacar consecuencias de la experiencia acumulada desde 1978 y abordar un cambio constitucional para eliminar esa herencia. Creo que hay base para un consenso en esa línea.

Entramos en tiempos en que el Estado estará sometido a una gran presión: va a recaudar menos y debe gastar mucho más para paliar los efectos de la crisis a la que nos enfrentamos. Mantener una doble estructura territorial superpuesta, una de orientación centralista y otra de línea federal, supone un gasto que no nos deberíamos permitir y , además, resta eficacia al funcionamiento de la Administración. Sin olvidar que las diputaciones, no sometidas al foco de la elección directa, tienden a promover la opacidad y la gestión de redes clientelares.

Ya he comentado (artículo del 27 de abril) que Francia, el Estado europeo más centralizado, el que más gasta y el que más entidades locales tiene, está en un proceso de modernización de su estructura, apoyándose más en las regiones para poder eliminar los departamentos (el equivalente a las provincias, que son un invento suyo). Quieren copiar el funcionamiento federal de Alemania, más eficaz y barato. Nosotros ya disponemos de él, sólo hay que hacerlo funcionar mejor.

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