En mi libro se comentan cómo las normas constitucionales influyen en la posibilidad de que se desarrollen liderazgos autoritarios. En general, las constituciones de modelo parlamentario donde el jefe de gobierno es elegido por el parlamento, tienden a favorecer menos las derivas autoritarias que las constituciones presidencialistas. En estas, el Presidente es elegido directamente por el pueblo, lo que tiende a darle preponderancia sobre las demás instituciones y promueve los liderazgos personales. Por eso, estos Estados precisan de una limitación de mandatos que evite la perpetuación del líder en el cargo. El primer síntoma de que el país toma el camino de la autocracia se manifiesta cuando ese límite desaparece o el Presidente se lo salta mediante algún truco.

En esa línea, para disfrutar mejor del poder, el sultán turco Erdogán promovió un cambio constitucional para convertir su país a un régimen de tipo presidencialista, que se adapta mejor a su vocación de hacer lo que le parezca, sin demasiadas intromisiones de las cámaras.

Lo de Vladimir Putin es más original pues va a cambiar el sistema constitucional ruso de presidencial a parlamentario, aumentando el poder del jefe de gobierno. Un puesto que él ya había ocupado en el período (2008-2012) en que le “prestó” la presidencia a Dimitri Medvedev, para dejar pasar un mandato y poder volver a presentarse otra vez. El primer truco que se inventó para seguir en el machito.

La nueva constitución dará más poder al jefe de gobierno y convierte al Presidente en figura casi decorativa. Este autócrata de manual abre un nuevo camino para seguir mandando, que, en principio, parecería más difícil de asegurar, porque tiene que presentarse a elecciones, dentro de la lista de un Partido, y puede depender demasiado de los equilibrios en la Duma Estatal.

Eso sería lo normal, pero está claro que el nuevo Zar de todas las Rusias lo tiene bien calculado. El sistema elegido se escapa de lo que, hasta ahora, preferían los autócratas y demuestra hasta qué punto Putin está seguro del enorme poder que tiene. Considera que los resortes que controla garantizan la victoria de su partido por muchos años. En su nueva plataforma de Jefe del Gobierno tendrá, al menos, la misma capacidad de mando que tiene como Presidente y no se tendrá que preocupar de limitaciones de mandatos.

Su instrumento preferido para manejar el país son los servicios secretos de donde él proviene. Le facilitan el control y manipulación de redes sociales y medios tradicionales, la persecución y hasta el asesinato de rivales políticos, la infiltración de fieles en organizaciones rivales, la presentación de pruebas reales o ficticias contra opositores a los que quiere eliminar de listas electorales mediante sentencias judiciales… Unos servicios secretos que ya han demostrado esas capacidades y hasta le permiten actuar en el interior de otros países apoyando, por ejemplo, el Brexit o la elección de Donald Trump como Presidente de los EEUU.

A los demócratas sólo les cabe la débil esperanza de que el pueblo ruso sea capaz de enfrentarse al poder omnímodo para defender las libertades y pueda, mediante la movilización de masas en las grandes ciudades, volver a derribar las murallas de la opresión, como hizo en 1917con las del Palacio de Invierno de los zares en San Petersburgo. Si no lo logra, que es muy difícil, al menos nos queda el consuelo de que, cuando Putin desaparezca, su legado será un sistema político menos proclive a generar autócratas.

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