En la entrada anterior destacaba que la Unión Europea es un ejemplo de cómo superar las limitaciones del estado nación, que es un modelo institucional al que le cuesta adaptarse a una humanidad mucho más grande, abierta, diversa y conectada, y, por ello, causa la mayor parte de las tensiones políticas y militares que vivimos.
Desde fuera, el experimento organizativo europeo se ve con desconfianza, sobre todo por los grandes estados nación que aspiran a gobernar el mundo y calientan las cabezas de los más pequeños, susurrándoles que la UE es neocolonialismo. Los grandes aparentan desprecio por nuestros esfuerzos de convergencia, alegando que sólo tratan de ocultar la decadencia de un continente envejecido que vive de glorias pasadas. Pero, en el fondo, temen la posibilidad de que exportemos un modelo que permite que estados vecinos se agrupen, resuelvan diferencias, crezcan en un marco de respeto a las libertades, sean más autónomos y necesiten menos apoyo de las superpotencias. Una tendencia que, de extenderse, conduciría hacia un planeta más pacífico y menos dependiente de los que quieren dominarlo.
Directamente o manipulando redes sociales, los que tienen interés en desgastar la renovación y expansión de Europa y sus principios básicos, apoyan decididamente a los grupos internos que en cada estado predican la vuelta atrás. Partidos de derecha muy conservadora que fabulan con que el futuro debe parecerse mucho al pasado. Un pasado con fronteras duras (mi ensayo define las fronteras como “embalses de poder”) para que no entren los diferentes, mientras combaten la diversidad interna de base cultural, racial o de orientación sexual en base a esencias patrias. Algunos de ellos proponen recobrar las antiguas monedas estatales. No renuncian a imponer soluciones fascistas y promueven los valores de las religiones “nacionales”, especialmente destinados a que las mujeres tengan más hijos y estén más en casa. Ocurre incluso cuando son mujeres las que dirigen la ultraderecha, como en Francia o Italia donde representan los valores inoculados en ellas durante una larga historia de alienación de sus prioridades. Es una pena que el deseo de vuelta atrás, de combatir a los diferentes y a los inmigrantes contamine también a los partidos conservadores tradicionales, preocupados de que los neofascistas no les roben votos. Lo vemos aquí con la línea dominante del principal partido, muy influida ahora por el eje más nacionalista español (variante centralista castellana) de Aznar, M.A. Rodríguez y Ayuso.
Las elecciones europeas tienden a verse como secundarias y por ello son fáciles de contaminar por la política interna. Sus resultados se miden en función de lo que pasa dentro de cada estado, se toman como un refrendo o un desgaste de los gobiernos nacionales. Pero está en juego algo más que cosas domésticas, nos jugamos la consolidación de un modelo de convivencia supranacional que da miedo a los que gustan de altas fronteras donde imponer ideologías caducas. Ahora temen que lleguemos a disponer de un ejército común, que no estará bajo banderas nacionales. ¡Con lo que a ellos les gustan las patrióticas exhibiciones de soldados desfilando!
Si después del día 9 sube mucho el peso del populismo nacionalista, estaremos ante otro síntoma del envejecimiento de Europa, porque el voto de los jóvenes no va por esa línea. Ellos son más abiertos y formados que sus padres y abuelos, saben que la UE es un modelo para una Humanidad más libre y pacífica. Es lo que está en juego.