Resulta interesante observar las tensiones internas de la Iglesia Católica para irse adaptando a los tiempos que corren. Muchas propuestas de cambio chocan con la disciplina doctrinal defendida por la curia romana y mueren en los salones del Vaticano.

En días pasados, hablábamos de las fronteras sobre el territorio que defienden los aparatos político-burocráticos. Cuando el poder se ejerce en base a una doctrina, algunas fronteras se traducen en una “ingeniería social” que separa a los individuos en grupos, delimitados por sus característica (género, orientación sexual, estado civil, posición jerárquica, relación con la religión…), a los que se otorgan tratamientos y posibilidades de evolución diferentes. Una política que les aproxima a partidos de tendencia fascista que gustan de asignar derechos según condiciones personales y de defender “la fe nacional”.

Cuando hace siete años el cardenal Bergoglio fue elegido Papa, había esperanzas de que la Iglesia evolucionara en serio. Yo me mostré escéptico entonces porque se trata de una organización que aún tiene mucha influencia y se ve frenada por el miedo a perderla. El “poder  de la palabra” (capítulo 3 del libro) -excepto cuando se basa en el manejo de redes sociales o buscadores donde se usan otras técnicas de control – tiende a generar rigidez y a considerar peligrosas las propuestas de modificar ideas o usos largamente establecidos.

Creo que el Papa Francisco es portador de un problema que muchos consideran demasiado extendido en su país de origen: habla muy bien, pero se queda en eso. Le acaba de pasar, otra vez, con el intento de autorizar la ordenación de hombres casados en zonas apartadas, donde constituyen prácticamente la única alternativa para contar con pastores de la Iglesia.

Los sacerdotes ofician el sacramento del matrimonio pero no pueden practicarlo. Su relación con el sexo, cuando la hay, es por caminos «pecaminosos»; aún así son los que orientan a los futuros cónyuges en los cursillos prematrimoniales y durante la boda. Eso explica, en parte, que cada vez haya menos jóvenes dispuestos a participar en una ceremonia que les parece de otros tiempos y ven infectada de hipocresía.

A la sacrosanta Iglesia Católica le es demasiado difícil adaptarse. Pero incluso a ella le alcanzan las reglas que marcan el comportamiento de las especies vivas, por eso deberían escuchar a Darwin: sobrevive la que mejor se adapta. Les va a costar mucho, ya les pasó con Galileo.

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