Volvemos a las urnas con campaña corta y posturas cada vez más extremas sobre como gestionar la diversidad del país. El trío de derechas se ha ido radicalizando, sujeto en la tenaza que forman los independentistas catalanes de un lado y Vox del otro. De todas formas, sus líderes parecen estar cómodos en posiciones apocalípticas. Los procesos de deriva nacionalista son comunes a otros países europeos, cada uno con sus peculiaridades, y explica lo que pasa en Polonia o Hungría, el lío del Brexit o el ascenso de la ultraderecha en las recientes elecciones en Turingia (Alemania Oriental).

Las tensiones tienen el mismo origen. La globalización, un mundo más abierto e interrelacionado tiende a socavar la soberanía de los Estados nación que hemos ido construyendo y, al mismo tiempo, hace aflorar costuras internas que no están bien suturadas. La tentación es volver hacia atrás, reconstruir la unidad patria amenazada. Para muchos un tema esencial que justifica cualquier cosa, incluidas las limitaciones a los derechos democráticos. El “todo por la patria” vuelve a calentar las cabezas más conservadoras.

Pero la situación actual de la humanidad pide nuevas soluciones. Reclama que se hagan evolucionar las formas anteriores de organización social (último capítulo del libro: “Más allá del estado nación”) y la mejor forma de lograrlo es descentralizar mucho los Estados y compartir competencias básicas con otros, como hace Europa. “Los Estados deberían celebrar la suerte de contar con diversidad interior y aprovecharla bien para intentar absorber mejor la que entra desde fuera…” (pg.154).

El que eso sea lo lógico o lo deseable no quiere decir que vaya a pasar. Las fuerzas del pasado y las instituciones tradicionales están muy enraizadas, se revuelven ante cambios que afectan a las relaciones del poder que controlan y son capaces de despertar los miedos de muchas capas de la población que sienten un profundo sentido de pertenencia a algo consistente que les protege.

En España, las herencias de la historia incluyen la cultura católica de base, que no gusta de la diversidad, y una Administración central, construida durante siglos de monarquías absolutas y dictaduras militares, poco aficionada a ceder competencias y con mucha influencia en sectores empresariales relevantes y en los medios de comunicación. Lleva peleando por recentralizar todo lo que puede desde el día en que se terminaron de establecer las CCAA, apoyándose en lecturas cada vez más unificadoras de la Constitución.

Las tendencias nacionalistas conducen a desconfiar del diferente, a cerrar fronteras y a aumentar el gasto en defensa y policía. No es un buen camino para construir un planeta más civilizado, pero es un camino cada vez más transitado, lo que augura dificultades crecientes.

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