Las tendencias culturales influyen. Las de España se forjaron durante 770 años de “debate” sobre la religión. Los malos eran los islamistas que se combatían con la espada, mientras que a los judíos, diseminados por muchos lugares, se les perseguía con la Santa Inquisición. Cobrar intereses, tildados de usurarios, estaba mal visto. Además, se afirmaba que es muy difícil que los ricos entren en el reino de los cielos, uno de los sistemas más eficaces de la Iglesia para captar herencias a cambio de abrir las puertas del paraíso.

La herencia católica aflora de distintas formas entre los españoles. La derecha ha hecho las paces con los ricos, no pretende mandarlos al infierno (en realidad nunca se pretendió, era pura hipocresía) y defiende sus intereses, como vemos en la política fiscal y de becas de estudio de nuestra capital. La adhesión conservadora a la Santa Iglesia de Roma se encuadra más en el comportamiento sexual, la persecución del aborto y la eutanasia, la enseñanza religiosa…

En el caso de la izquierda, la influencia católica se centra en el dinero pues confluye con la de Carlos Marx, autor de una obra magna, titulada “El Capital”, al que atribuye casi todos los males. Ahora perseguir judíos es perseguir bancos. Justifica, por ejemplo, dedicarles un impuesto especial. Ha sido recibido con entusiasmo entre las diversas especies de seguidores de don Carlos. Lo del impuesto a los bancos obedece a motivos ideológicos de raíz católica-marxista, azuzados  por la presión europea para frenar el aumento del déficit público, disparado por la mala gestión que analizaba en la entrada anterior. Las tasas a las empresas energéticas tienen más lógica porque han tenido un aumento de beneficios debido a un factor coyuntural, la subida del precio de los combustibles.

Los mismos que ahora aplauden el nuevo impuesto, hablaban antes maravillas de las cajas de ahorros porque no eran de nadie. En una economía de mercado avanzada  permitir que algunos intermediaros financieros no tengan dueño fue un riesgo imperdonable. Las cajas estaban muy especializadas en la financiación inmobiliaria y aquí el sector de la construcción manda mucho. Era sólo cuestión de tiempo que todo estallase. ¡No tenían accionistas! ¡No eran públicas ni privadas! ¡Un milagro! ¡Innovábamos el derecho  mercantil! Al final hubo que poner 75.000 millones de euros de todos los españoles para limpiar y liquidar la mayoría de ellas.

Eso sí, políticos de todos los partidos y sindicalistas se paseaban por los consejos de las cajas, cobraban buenas dietas y celebraban alguna reunión en sitios memorables. Recuerdo una de una caja gallega en un hotel de lujo sobre el Gran Canal, durante unos carnavales de Venecia, es sólo un ejemplo. La mayor parte no se fijaban o no les interesaba hacerlo en la bomba que tenían bajo los pies.

Unas pocas  de aquellas instituciones, con tradición de buena gestión y de no dejarse influir demasiado  por políticos y directivos advenedizos, como las vascas o La Caixa, sobrevivieron y son entidades solventes que destinan beneficios a una obra social importante. La racionalidad en el manejo del riesgo se ha impuesto, a un coste enorme, y esas entidades ya no son beatas cajas de ahorros sino pérfidos bancos a los que sangrar.

Bastantes problemas tienen los bancos para competir en mercados abiertos con entidades especializadas en segmentos de negocio rentables (gestión de patrimonios, fusiones y adquisiciones de empresas) y todo el nuevo espacio de las fintech. Intentan reducir costes, muy vinculados al manejo de efectivo, la peor carga que les impone el Estado. Sus nuevos  competidores, que presumen de eficacia, se librarán del nuevo impuesto.  Se acercan tiempos de poco crecimiento. Aunque la subida de tipos de interés les ayudará, empezarán a aflorar problemas de riesgo, tapados hasta ahora por las ayudas para superar la epidemia, y a los bancos se les exigirá más capital para afrontar la crisis, a pesar de que sus beneficios se verán afectados por la mayor presión fiscal.

Tengan cuidado y acostúmbrense a no mirar el manejo de dinero bajo una óptica tradicional católica, muy arraigada en la izquierda más agnóstica. Es más práctico el enfoque protestante, más dado a analizar y hablar con naturalidad de estos asuntos.

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