Después del congreso quinquenal del partido comunista, celebrado a mediados de octubre, Xi Jinping inicia su tercer mandato como Presidente con un nivel de poder que nadie ha tenido en China desde Mao Tse Tung. Lo dejó claro al ordenar a los agentes de seguridad llevarse de la mesa presidencial del congreso a su predecesor, Hu Jintao, sentado hasta entonces a su lado. No quería que se le hiciera sombra, lo depuró a la vista de todo el planeta. Lo mismo hizo con las más relevantes figuras que tenían asiento en el Comité Central del partido, el núcleo de poder del Estado. Sólo quiere gente fiel, de perfil político bajo. No intenta siquiera guardar las formas, tampoco queda en el máximo organismo ninguna mujer, ni ningún representante de las minorías étnicas que persigue y margina.

Un totalitario, machista y racista como todos ellos, está al frente del país más poblado. La etnia han, que lleva miles de años eliminando otros grupos raciales en China, representa el 17% de la población del planeta, aunque su peso tiende a bajar por su relativa menor tasa de fecundidad. Bajo el mando absoluto de Xi Jinping intentarán ser la primera potencia y dominar el mundo. Está decidido a ejercer un completo control de la vida y obra de sus súbditos. Quiere someter más la economía, que creció de forma sostenida desde la apertura que promovió Deng Xiaoping en los 80, tras la muerte de Mao. No le será fácil reproducir en ese campo la centralización total de tiempos del “gran timonel”, ni creo que lo intente, es ya demasiado complejo. Cada vez que interfiere, limitando los criterios técnicos de subordinados mejor preparados que él, reduce el crecimiento, como ocurre ahora en medio del estallido de una burbuja inmobiliaria y de la política de contagio cero ante rebrotes de covid.

Su voluntad de dominar todas las variables de China acabará por frenar su desarrollo y limitar sus ambiciones de liderazgo internacional. Mientras tanto, dispone de muchos recursos y creciente capacidad militar. Si se siente débil se volverá más peligroso, como le ocurre a Putin. Que se preparen los miembros de su raza que viven en democracia en la vecina Taiwan, va a ir a por ellos. Son un desafío a su dominio y un mal ejemplo para los continentales, pues demuestran que los chinos viven mejor en democracia, como el resto de los humanos.

Prueba de su temor visceral a los efectos de la libertad es la colección de “comisarías” que ha desplegado por el extranjero, sobre todo en Europa, para vigilar lo que hacen los de su raza fuera de China, una medida denunciada recientemente por una ONG, Safeguards Defenders, asentada en España. El control es la obsesión de Xi. La democracia, la igualdad de derechos y oportunidades por encima de consideraciones étnicas o de género, la libre expresión, son sus auténticos enemigos, no “los valores occidentales”, que muchos echan aún de menos en Hong Kong, a pesar de la represión y el lavado de cerebro que se les aplica desde que fueron reintegrados a la madre patria en 1997. Una receta que quiere extender a la isla que se llamaba Formosa en tiempos de dominio portugués.

Mi ensayo advierte de la amenaza que representan para el futuro de la Humanidad los grandes estados nación sin tradición democrática, dirigidos por líderes neofascistas, que tienden a expansionarse anexionando territorios vecinos. Su historia es la de los imperios terrestres, cuya desaparición siempre ha costado guerras. Lo peor es que, desde hace casi 80 años, disponemos, por primera vez, de armas capaces de terminar con la vida humana. En el libro se argumenta que Rusia y China, bajo el mando casi absoluto de Vladimir Putin y Xi Jinping, son el mayor peligro colectivo. Lo estamos viendo. No podemos permitir que su presión nos haga bajar la guardia en el respeto a las libertades, como algunas tendencias apuntan en los países democráticos. Es lo que desean los totalitarios porque así ven justificada su ética política: practicar el poder absoluto.

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