Los bancos están recortando personal y excesos de sucursales, tras décadas de locura expansiva. Se adaptan a un nuevo entorno digital, en el que se ven obligados a defenderse de nuevos competidores que no necesitan ventanilla de caja. El proceso no concede plazo suficiente para la adaptación de personas poco habituadas al empleo de nuevas tecnologías y afecta mucho a zonas rurales poco pobladas que pierden servicios importantes.

Como es natural, aumentan las presiones para que las entidades financieras mantengan servicios mínimos para los clientes y las áreas más afectadas. Un hombre de 78 años, Carlos San Juan, ha creado una plataforma de protesta que recibe cientos de miles de adhesiones, pide un trato más humano a los bancos, que reciben también la presión del Gobierno a través de la Vicepresidenta Nadia Calviño. Se van a necesitar soluciones transitorias, algunas ya en marcha: oficinas móviles, cajeros automáticos, que participe Correos, que se habiliten nuevos corresponsales y colaboradores (ya hay redes de ellos), mejorar mucho los servicios telefónicos de apoyo, hacer pedagogía de los nuevos medios…

Nuestra vieja tradición de raíz católica propende a echar a los bancos la culpa de lo que pasa , los conecta instintivamente con nuevas especies de judíos que habría que expulsar, y siempre se olvida del Estado, sustituto seglar de la Iglesia, al que se le pide de todo pero no se le culpa de nada. En este caso, sin embargo, el Estado, el Banco de España en concreto, es responsable último de que hayamos llegado a una situación muy negativa, porque obstaculizó durante demasiado tiempo la digitalización del dinero y la progresiva adaptación de la sociedad a esa inevitable tendencia. El fenómeno ocurre en casi todos los países, pero aquí fue reforzado por un  irresponsable marco legislativo que provocó, entre otros problemas, una sobredimensión de la red de oficinas bancarias que ahora se corrige con prisas.

Cuando las tarjetas y cajeros empezaron a difundirse hace 50 años, ya encontraban resistencia en sectores de la población de menos formación y más edad. Su rechazo a una progresiva adaptación estaba protegido por el banco emisor que actuaba como un monopolista, defendiendo la preeminencia de sus billetes que no quería ver desplazados por los nuevos medios de pago. Usaba su capacidad regulatoria sobre el sistema financiero para prohibir que bancos y cajas cobraran por prestar el servicio de caja, que para ellos es el más caro: mucho personal dedicado a contar efectivo, ordenarlo, dar cambio, contabilizarlo y guardar dinero improductivo que exige cajas blindadas, transporte especializado de fondos, seguros de robo… Aún así, hay atracos y personas que son secuestradas, heridas o asesinadas.

Los bancos venían obligados a no cobrar el servicio de más coste. Los consumidores más apegados al uso de efectivo no percibían, vía precio, el gasto asociado a su manejo y nada les presionaba a cambiar de hábitos. Mientras los clientes que empleaban sistemas de pago modernos sufrían comisiones más altas para compensar las no percibidas de los adictos al billete y la calderilla, defendidos por el que los fabrica. Si el Estado hubiera sido consecuente con la inevitable digitalización del dinero, en lugar de hacer todo lo posible para retardarla, hoy estaríamos mejor preparados para adaptarnos a ella. Pero no, había que proteger el tinglado del banco central y lo bien que le va produciendo los viejos billetes. A los políticos les encanta hablar de lo importante que son las nuevas tecnologías, pero hacen poco para adaptar la Administración a ellas, sobre todo si permiten reducir su tamaño. Todo se explica con detalle en el libro cuya portada reproduzco al final.

Esta entrada es una reflexión sobre el poder de los aparatos burocráticos y la creciente incapacidad de los Estados para adaptarse a los cambios. Hace unos días me refería a la necesidad de sustituir la OTAN, un sistema defensivo pensado para la guerra fría. Hoy toca responsabilizar a los bancos centrales por los problemas de la gente ante una situación que aún se resisten a asumir. Países avanzados como Suecia, Dinamarca o Australia han iniciado programas para eliminar el efectivo, teniendo en cuenta las necesidades de distintos segmentos de ciudadanos.

La existencia de la OTAN justifica las ansias expansivas del líder totalitario ruso. La protección del efectivo no sólo retrasa la adaptación de todos a una realidad más eficaz, también arroja fundadas sospechas sobre las razones últimas de quienes la defienden, apoyándose en las limitaciones de algunas capas sociales a las que hay que tener en cuenta, pero que no justifican no hacer nada. Además de blindar la cómoda existencia de su privilegiado emisor, los billetes son imprescindibles para los políticos corruptos, la financiación ilegal de los partidos, la evasión fiscal, los que roban o estafan y el funcionamiento de las mafias que trafican con drogas, arma y personas, incluidas las redes dedicadas a la prostitución. A través del papel moneda, reciben protección privilegiada de los Estados que mantenemos con los impuestos que pagamos. La mejor prueba es que sigue produciéndose una expansión de la oferta de billetes del Banco Central Europeo, concentrada en los de 100 y 200 euros, los que casi nadie usa en la vida legal.

Es fácil echar la culpa a los bancos, pero el responsable último de lo que pasa con los servicios de caja es el propio Estado, que apoya a todo tipo de indeseables, a veces de forma interesada, y no se toma en serio la transición al dinero digital, que, si se hace bien, traería muchas ventajas a la sociedad.

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2 comentarios

    1. Más que simplificar se trata de poner el foco en los que sostienen sistemas antiguos, por intereses poco confesables, y dificultan la adaptación de todos de forma programada. El deporte de disparar contra los bancos no hace falta estimularlo, pero también ellos soportan la presión de una estructura política y burocrática que impide avanzar hacia una situación más razonable, como hacen los países nórdicos.

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