La lucha en las calles de la ex colonia británica busca defender sus libertades frente a un régimen totalitario. Lo único que refrena el instinto de los comunistas chinos, que les pide aplastar sin piedad el levantamiento de Hong Kong, es su necesidad de “vender” ante el mundo la idea de “un país, dos sistemas” (entrada del 3/10), porque están muy interesados en recuperar Taiwan, que ya se ha habituado a vivir dentro de un régimen democrático y no toleraría una nueva dictadura. Si algún día consiguen incorporar la isla vecina a la “madre patria”, lo de los dos sistemas durará poco. 

Barcelona es diferente. Primero porque está en un Estado democrático, que cuenta con la garantía adicional de pertenecer a la Unión Europea, un club que ayuda a salvaguardar el ejercicio de las libertades. Segundo porque la reivindicación de base tiene un fuerte componente nacionalista (Cataluña) y no busca sólo la defensa de una mayor capacidad de decisión. Muchos aspiran a la independencia.

La defensa de la soberanía popular está presente en Hong Kong, menos centrada en las identidades y más en los valores democráticos. Aun así, la voluntad de contar con un grado mayor de poder es la base de los enfrentamientos que se están produciendo en dos ciudades que han progresado con la apertura comercial y la integración internacional.

El impulso del comercio tiende a generar un pensamiento más liberal, a buscar más capacidad de actuación autónoma. Una línea de filosofía política que, cuando se radicaliza, abre paso a la aparición de posturas anarquistas, más proclives a los enfrentamientos callejeros. La violencia, reforzada en Cataluña por grupos antisistema bien organizados, nunca está justificada (este blog 17/10) y debe ser condenada, la ejerza quien la ejerza. Además, perjudica las posibilidades de éxito de las iniciativas que manifiesta apoyar, al incentivar la reacción represiva del Estado.  

Sin llegar, por supuesto, al extremo del PC chino, los aparatos político-burocráticos centrales de los Estados de derecho, especialmente en países de tradición católica, tienden a actuar como nuevas iglesias y ser muy jacobinos. Consideran natural acumular poder y lo usan, entre otras cosas, para construir una lógica legal y cultural que justifica el acaparamiento de funciones.

“El poder del aparato” es el primer capítulo de mi libro. Allí explico que un país federal es más eficaz que uno centralizado, empleando datos de gasto público de Francia y Alemania. Los grandes tinglados político-burocráticos son poco eficientes y peligrosos, porque se vuelven insaciables, llegan a tener excesiva influencia y tienden a convertirse en un riesgo para las libertades y la diversidad.

El siglo XXI abre un nuevo período histórico, me extiendo también sobre eso en el libro, sin imperios coloniales y donde el modelo institucional dominante, el Estado nación, está perdiendo capacidad de moverse en un entorno mucho más abierto e interrelacionado. Los sistemas muy centralizados son un lastre para enfrentarnos a los nuevos retos, más aún dentro de la Unión Europea, que crece en funciones sin que los Estados se molesten en desmontar nada. Las tendencias actuales ponen nerviosos a muchos, que buscan defender las fronteras y las patrias soberanas para espantar los miedos que trae la globalización (Trump, Brexit, Hungría, Polonia…)

El camino debería ser el contrario: flexibilizarse, escuchar a las ciudades más dinámicas, asociarse con otros, acoger la diversidad. En eso, las movilizaciones en Barcelona y Hong Kong tienen raíces comunes y reflejan la tendencia a buscar sociedades más abiertas y flexibles, mejor adaptadas a un mundo que se acercará a una población de 10.000 millones de personas muy conectadas.

En España necesitamos crear condiciones para hablar y escuchar. Si canalizamos las aspiraciones de Cataluña en un Estado muy descentralizado iremos hacia un futuro más armónico y más avanzado. Aunque no guste a los más conservadores, a esos a los que el cuerpo les pide siempre volver para atrás.

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