Los 17 planes para combatir el covid 19, se han convertido en un mantra centralista que se repite con energía inquebrantable. Esos planes no son tan distintos, están en el marco de las recomendaciones de la OMS, de las vacunas y políticas aprobadas por la UE y de las medidas aplicables decididas por el Gobierno tras consultas entre todos. Cada CCAA, que es la que tiene competencias en sanidad, se limita a actuar dentro de ese marco según su situación, que puede ser muy diferente de la de otras, incluso colindantes.

Nada garantiza que un solo plan, diseñado por políticos y altos funcionarios en despachos lejanos, sea mejor que la adaptación de una política general a las circunstancias de zonas diversas, hecha por quien está más cerca y dispone de medios. Un plan único puede ser una pesadilla salvo para unificadores a cualquier precio. Además, elimina la posibilidad de ir aprendiendo y adaptándose, ventaja que ofrecen las soluciones más descentralizadas.

Durante la primavera critiqué la obsesión por soluciones únicas, muy de nuestra tradición católica, que nos llevaron a la lucha por el primer puesto mundial en el ranking de hacerlo mal contra la pandemia. Un Gobierno sin competencias en sanidad se dedicó, durante la primera ola, a aplicar medidas por provincias, entidades locales que nada tienen que ver con las áreas de salud. Me preguntaba entonces por qué los niños y niñas de la Gomera no iban a la escuela, si no había contagios en la isla. Ante los excesos, no pude reprimir algún rasgo de humor, como cuando se permitió la navegación deportiva, pero dentro de las aguas territoriales de cada provincia. Intentaba imaginar (entrada del 11/05) donde estaría esa frontera provincial en la Ría de Arousa, que no figura ni en las cartas de navegación.  

Sin embargo, creo que los centralistas más jacobinos tienen razón en que 17 planes son muchos, sería mejor tener sólo 12 o 13. Tema serio, que exigirá futuras reflexiones sobre la política de “café para todos” que los que se equivocan pidiéndola ahora, se equivocaron al servirlo generosamente para crear autonomías durante la Transición.

Librémonos de un plan único en la línea del que aplica en Madrid la delegación más vistosa de los unificadores contumaces, a base de conciertos de Raphael en los albores de la tercera ola. Con muchos asistentes de edad media alta, puede ser el inicio de un grave problema para su sistema de salud. Creo que habría que cambiar de nombre a la conocida sala donde se celebró el recital y ponerle We don´t Zink.

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2 comentarios

  1. El hecho de que exista una única partitura y músicos competentes y hasta virtuosos, no exime de contar un director. Es más, cuanto más brillantes sean los interpretes, mayor debe ser la capacidad, implicación y aceptación de quien lleva la batuta. Claro que yo me refiero a una orquesta o banda, no a una jaula de grillos en la que cada uno pueda ir «a su bola», máxime en asunto de la transcendencia de que se trata.
    No es preciso, como se hace, a mi juicio, con innecesaria recurrencia, invocar a la Iglesia Católica ni tampoco cuestionar con tanto empecinamiento a la Comunidad de Madrid. Una nada tiene que ver con este ni otros temas con motivo de los cuales se la cita y la otra parece que está acreditando una capacidad de gestión que, pese a todos los pesares, refrendan los resultados y aparentemente cuenta con creciente reconocimiento de la opinión pública.

    1. Es posible que haya sido impreciso o también excesivo en algún comentario, lo siento. Pero no lo están haciendo tan mal en esta segunda vuelta las autonomías, no percibo excesos discordantes. La diversidad permite probar y contratar resultados, enriquece las opciones para adaptarnos mejor. La percepción de lo público en España, incluso las razones para concentrar mucho poder en el centro y actuar unidos, que se tiende a confundir con «uniformados», está muy relacionada con la tradición católica, que tanto peso tiene en nuestra Historia. De hecho fuimos construyendo España durante una larguísima guerra de religión. Como es lógico eso se nota y a veces tensiona demasiado el debate político algo marcado por la tendencia a combatir duramente a los que opinan diferente, percibidos como «herejes».

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